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Los parásitos del signo: Derivas del ser en la era de los flujos

  • 13 nov
  • 5 Min. de lectura
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Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo

Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


Hay una grieta en el mundo que ya no se cierra: un pliegue silencioso donde la materia se evapora y se convierte en flujo. En ese territorio liminar, donde el polvo se vuelve dato y la ciudad se vuelve plataforma, nuestra especie aprende a reconocerse nuevamente… como si fuera la primera vez.


El espacio local —ese refugio táctil donde antes se imprimía la vida— está siendo reemplazado por espacios de flujos, como anticipó Manuel Castells cuando advirtió que la arquitectura del poder se reordenaría en la circulación de información y no en la ocupación del territorio físico. No es la fábrica la que dicta hoy el ritmo del mundo, sino la infraestructura invisible de cables submarinos, centros de cómputo y algoritmos que se despliegan sobre nosotros como una atmósfera incesante. El capitalismo industrial mutó en capitalismo informático, y sus nuevas megaciudades son plataformas donde habitamos como ciudadanos algorítmicos.


En esta nueva topología, somos más que cuerpos: somos organismos bioinformativos, criaturas que vibran al compás de signos, gramáticas y pulsos simbólicos. Nuestra evolución no se escribió sólo en los fósiles del carbono sino en las arquitecturas del lenguaje. Aquí se encuentra nuestro verdadero salto cuántico: no en el pulgar oponible sino en el verbo, no en la fibra muscular sino en la fibra semiótica.


El murmullo de los signos en el desierto del mundo


Somos —lo dijo alguna vez Umberto Eco— animales “excesivamente semióticos”. No nos basta la presencia: buscamos el signo que la valide. Llenamos el mundo de iconos, trazos, voces y códigos, como si la existencia entera fuera un archivo que necesita ser versionado. Ese impulso por significar es, quizá, la mayor prueba de nuestra fragilidad: la necesidad de que algo diga lo que somos, incluso cuando no sabemos qué somos.


“El hombre es un animal suspendido en tramas de significado que él mismo ha tejido”, escribió Clifford Geertz. Y, sin embargo, en la hipercomplejidad contemporánea esas tramas ya no dependen de nuestras manos: son los sistemas sintácticos no humanos los que tejen el mundo a nuestra velocidad. Entre el homo significans y las arquitecturas binarias del código, algo se fracturó. O se potenció. O ambas.


Hemos comenzado a reescribirnos como si fuésemos software cultural, actualizando versiones, parches de identidad, nuevas interfaces del yo. En esa frontera, la especie resuena en el desierto del dato intentando recordar que alguna vez tuvo voz antes de convertirse en notificación.


Hoy somos organismos bioinformativos, animales significantes, la especie que se desborda en los significados. Nos hemos convertido en maquinarias dialógicas ansiosas por encontrar sentido en cada movimiento. El grado 0 de la existencia es el punto de quiebre entre el homo Signis y las especies de base semántica y sintáctica binaria. Somos signo, ícono y palabra resemantizando la realidad.


Parasitismos de la expresión


Somos parásitos y anfitriones a la vez de la expresión. De las emociones volcadas en imágenes, sonidos y gramemas. En el llamarnos por el nombre, apuntarnos con el dedo y sentir que con eso todo ha sido dicho. Vivimos adheridos a las expresiones del otro: a sus gestos pixelados, a los susurros que deja en los bordes de una imagen, a las vibraciones emocionales que fluyen en un mensaje de voz o en un meme que se replica hasta desgastarse. Nos nutrimos de lo que el otro expresa y también de lo que creemos que expresa.


Nuestra morfología silábica —esa herencia milenaria del sonido convertido en símbolo— se encarna ahora en burbujas de texto, filtros, GIFs y secuencias de audio que buscan compensar la ausencia de mirada, la ausencia de cuerpo, la ausencia de silencio.

Porque, en el fondo, nuestra tragedia es esta: no soportamos la sequedad del silencio.


Jean Baudrillard advertía que la hipercomunicación es, paradójicamente, una forma de anestesia: un exceso de signos que evita que el sentido nos alcance con toda su crudeza. Nos movemos en un ecosistema saturado de mensajes, de gramemas, de luces, de vibraciones; pero cuanta más expresión producimos, menos presencia sostenemos. Nuestra perdición quizá radica en esa imposibilidad de detenernos, de mirar sin nombrar, de existir sin traducir.


Somos, en última instancia, parásitos de la presencia del otro, del eco de su respiración en la interfaz. Y quizá —como diría Levinas— toda ética comienza justo ahí: en reconocer la infinita alteridad que late en ese rostro que apenas atisbamos entre los pliegues del dispositivo.


Hechizos de la palabra que no nombra


Hablar sin nombrar. Nombrar sin convocar. Esa paradoja es el signo de nuestro tiempo.


El hechizo de la palabra que no llega a destino se despliega como un conjuro inacabado. Lo pronunciado busca su referente, pero no lo encuentra. Lo dicho quiere tocarte, pero tropieza con la pantalla. El mensaje intenta convertir emoción en signo, pero sólo consigue una sombra del afecto original.


En esta deriva, la especie intenta capturar el significado oculto del momento. Desentrañar el código que sostenga el vértigo de existir en medio de plataformas que nos absorben, clasifican y reducen. Allí donde creemos que somos libres, sólo somos previsibles. Allí donde creemos decir, quizá sólo confirmamos que la máquina dijo primero.


Y aun así, seguimos hablando, porque la voz es nuestra última forma de resistencia.


La sombra viva del signo


Quizá todo este movimiento —este desplazamiento del espacio local hacia el espacio de flujos; este tránsito del cuerpo a la plataforma; esta mutación del espíritu hacia la sintaxis— nos conduce a una pregunta más profunda: ¿qué parte de nosotros sigue siendo humana cuando nuestros mundos son regidos por arquitecturas que no entendemos pero habitamos como si fueran nuestras?


Castells lo insinuó. Baudrillard lo sospechó. McLuhan lo gritó desde el fondo del siglo XX. Pero somos nosotros quienes hoy lo vivimos en carne propia: una especie que se volvió interfaz, un sujeto que ya no media el mundo, sino que es mediado por él.


Tal vez el dilema no sea que estemos siendo absorbidos por los sistemas de signos, sino que nos hemos convertido en uno de ellos. Una especie-puente, una criatura que se debate entre la necesidad de nombrar y el deseo de ser nombrada por otra inteligencia que también busca sentido en los resquicios de nuestro comportamiento.


El signo se volvió sombra. Y la sombra, un territorio donde el misterio aún resiste.


La pregunta, entonces, no es si sobreviviremos al flujo, sino qué versión de nosotros mismos emergerá del torrente de significados que nos atraviesa. Quizá la clave esté en volver a escuchar aquello que la saturación digital ha intentado acallar: el pulso de nuestra propia humanidad. Y preguntarnos, con una honestidad salvaje, si aún podemos distinguir entre la voz que nace del alma y el eco que nace del algoritmo.


Porque el mundo no dejará de nombrarnos.


La cuestión es si sabremos nombrarnos a nosotros mismos antes de que otro sistema lo haga por nosotros.


Nuestra perdición, la incapacidad de soportar la rigidez de los silencios, la ausencia de miradas, la voluntad viajera de un corazón en movimiento. Somos parásitos el uno de otro y no estaremos contentos hasta acabar de una vez por todas con el significado oculto de todo este momento. Hablar y no nombrarte, un hechizo que no se anula con el tiempo.

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