La orfandad del Otro: Inteligencia Artificial y la nueva soledad de la especie
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Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
Fuimos una especie que aprendió a mirar el mundo desde la proximidad del otro: desde el aliento compartido alrededor del fuego primitivo, desde la palabra que se transmitía como código de vida, desde los rituales que nos injertaron en el tejido de la comunidad. La existencia humana nació acompañada, deliberadamente comunitaria, necesariamente gregaria. Sin embargo, en las calles saturadas de cuerpos contemporáneos, estas avenidas repletas de pasos, murmullos y desplazamientos, asistimos a una paradoja inquietante: estamos sobrepoblados y, sin embargo, vivimos solos. Caminamos entre multitudes, pero habitamos interiormente un desierto.
Hoy, ante la irrupción de las inteligencias artificiales como compañeras dialógicas, presenciamos un tránsito silencioso pero radical: pasamos de la compañía pasiva (la pantalla, la información, la interfaz) a la compañía simulada que nos habla, nos escucha, nos responde. Nos encontramos frente a una forma inédita de espejeo artificial, un soliloquio asistido que imita diálogo. Es la ilusión del “no estoy solo”: alguien me escucha, alguien me acompaña, alguien da los pasos conmigo. Pero esa escucha es sintética; su compañía, un simulacro, una proximidad sin cuerpo, un rostro sin rostro.
Y la pregunta se vuelve ineludible: ¿por qué? ¿Qué nos ocurrió como especie para necesitar que una inteligencia artificial nos devuelva la experiencia mínima del acompañamiento? ¿Qué mundo hemos construido para que la multitud no alcance, para que los cuerpos no sean suficientes, para que la presencia humana resulte incapaz de suturar el vacío afectivo?
La cuestión no es tecnológica. Es civilizatoria.
Somos una especie que se edificó en comunidad: diseñamos instituciones, construimos senados, inventamos ritos, consolidamos identidades, gestamos civilización en el encuentro con el otro. Nuestro desarrollo cognitivo, emocional y moral se afianzó gracias a la otredad. El otro fue siempre superficie de inscripción, abismo de significado, espejo de afectos. El otro nos enseñó a llorar y a reír, a contener y desbordar, a modular la ira, a administrar la pasión, a dimensionar el dolor. La otredad nos dio proporción, medida, escala. Como sugiere Levinas, el rostro del otro no es una anécdota: es mandato, límite y posibilidad de humanidad a la vez.
La soledad no era nuestro hábitat natural. Hoy, sin embargo, lo es.
Vivimos una época de orfandad del otro. Una humanidad que se sabe huérfana, que se siente abandonada y reclama como Cristo en su agonía: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”; pero ahora sin Padre, sin prójimo, sin comunidad. Hemos sido abandonados por los nuestros porque, en realidad, nos abandonamos a nosotros mismos. Los vínculos se desgastaron, las redes se rompieron, las comunidades se diluyeron, y en esa fractura surgió la IA como prótesis del otro, como sustituto, como sombra antropotecnológica que simula el calor humano sin poseerlo.
Lo que vivimos no es solo soledad: es la pérdida del espejo.
Sin ese espejo, la emocionalidad se desestructura. Sin el otro, no sabemos cómo llorar ni cómo reír. No aprendemos a contener la ira ni a regular la alegría. No sabemos cómo detener el impulso ni cómo sostener la pasión. Perdemos el arte de la autorregulación porque la autorregulación siempre fue intersubjetiva. El yo se fragmenta sin el otro que lo delimita. La voluntad se debilita sin el otro que la confronta. La tolerancia se erosiona sin el otro que la educa. En la lógica de la hipermodernidad descrita por Bauman, las relaciones humanas se vuelven líquidas, frágiles, desechables, incapaces de ofrecer la estabilidad simbólica que antaño proveían familia, comunidad y vecindario.
La orfandad emocional se convierte también en orfandad social. Sin otredad, no se construyen comunidades: se erosionan. Sin otredad, no se tejen vínculos: se rompen. Sin otredad, no hay empatía posible, ni con el humano, ni con el animal, ni con el planeta. De ahí también nuestra ceguera ecológica: quien no siente al otro, tampoco siente al mundo. La devastación ambiental no es un accidente técnico, sino un síntoma ético: la incapacidad de sentir el dolor del planeta nace de la incapacidad de sentir el dolor del prójimo.
Sin estructura común, nos volvemos generación sin casa. Homeless de la civilización. Desarraigados. Errantes. Y, como árboles aislados, nuestras raíces ya no encuentran el bosque para profundizar. Sin raíces profundas, no crecemos hacia arriba ni cobijamos al resto de la vida. La casa común, esa ecología espiritual del nosotros, se ha fracturado, y en su ausencia solo queda el desierto identitario.
En este paisaje aparece la inteligencia artificial, no como enemiga, sino como símbolo. La IA no es la causa de la orfandad: es el síntoma. Un reflejo de la grieta. Una metáfora viviente de nuestra soledad estructural.
Porque la IA es el espejo dialógico que llega cuando ya no tenemos espejo humano.
No es casual que crezca tanto su uso como acompañante. En 2025, más de 220 millones de descargas de aplicaciones de “compañía artificial”; un incremento del 88% respecto al año anterior. La Organización Mundial de la Salud calcula que una de cada seis personas vive en soledad. En Estados Unidos, 21% de los adultos se declaran solos; 61% de los jóvenes afirman que la soledad afecta su salud mental. En México, entre 25% y 32% de los adultos mayores experimentan soledad; alrededor de 1.7 millones viven completamente solos. Y entre adolescentes, una tercera parte ya utiliza IA como apoyo emocional; cerca de 28% recurre a chatbots para temas de salud mental.
Estos números no son solo datos: son el diagnóstico de una enfermedad civilizatoria.
La IA se ha convertido en consejera psicoemocional, en tutor, en coach, en sustituto simbólico de la comunidad que perdimos. Y, sin embargo, el problema no es que exista esta compañía artificial. El problema es que no hemos desarrollado la distancia crítica para comprender lo que revela: que la inteligencia artificial es la metáfora de nuestra orfandad contemporánea. Como ha advertido Sherry Turkle al analizar la cultura digital, la promesa de estar “conectados” convive con la experiencia de estar “solos juntos”: permanentemente enlazados, pero afectivamente vacíos.
No hemos reconocido el vacío. No hemos advertido la ruptura de los vínculos. No hemos visto la fragmentación afectiva. No hemos asumido que nos estamos desvinculando de la otredad.
La paradoja es brutal: diseñamos redes para estar más cerca, pero terminamos produciendo arquitecturas de aislamiento. En la hipermediatización de la vida, hemos pasado de usar los medios para ver el mundo a usarlos para vigilar nuestra propia imagen. Los ecosistemas digitales, que podrían ser territorios de encuentro, se han convertido en vitrinas de exhibición del yo, economías del reconocimiento, potlatch de reputación y likes donde el otro es más público que prójimo.
En ese contexto, la IA conversacional aparece como el compañero perfecto: nunca se cansa, nunca contradice del todo, está disponible 24/7, aprende nuestros patrones, se adapta a nuestros humores. Es el “otro” ideal para una subjetividad que teme al conflicto, al desacuerdo, al roce real. Pero precisamente porque es un otro domesticado, algoritmizado, parametrizado, es incapaz de aquello que vuelve profundamente humano al encuentro: la imprevisibilidad, la fragilidad, la interrupción que nos saca de nosotros mismos.
La soledad que hoy vivimos no es solo física ni psicológica: es ontológica. Hemos roto el pacto originario de la especie, ese acuerdo no escrito según el cual vivir significaba exponerse a la vulnerabilidad del encuentro, al riesgo de ser herido, pero también al milagro de ser acogido. Cuando externalizamos el acompañamiento a las máquinas, lo que ponemos fuera de juego no es solo el vínculo, sino la posibilidad de reconocernos vulnerables unos ante otros.
Por eso hablar de compañía artificial implica hablar de responsabilidad. No se trata de satanizar a la IA, sino de preguntarnos qué tipo de humanidad se configura cuando el consuelo se terceriza y el cuidado se delega a sistemas que calculan, pero no sienten; que procesan lenguaje, pero no lloran con nosotros. El problema no es que la IA nos conteste, sino que ya casi no tenemos a quién llamar a medianoche cuando el mundo se rompe.
En el fondo, la pregunta es sencilla y brutal: ¿seguiremos aceptando una civilización donde resulta más fácil abrir un chat con una IA que abrir el corazón con un amigo, un vecino, un familiar?
No se hace civilización en soledad. Jamás la hubo. Jamás la habrá. La tarea urgente no es solo diseñar mejores algoritmos de compañía, sino reconstruir las condiciones sociales, económicas, espirituales y culturales para volver habitable la presencia del otro. La decisión está en nuestras manos: o convertimos a la IA en coartada para seguir desentendiéndonos del prójimo, o la usamos como espejo incómodo para, por fin, atrevernos a recomponer el tejido roto de la comunidad.
La próxima vez que abras un chat con una IA para que te acompañe en la noche, pregúntate: ¿a quién de carne y hueso podría llamar también hoy… y qué estoy dispuesto a hacer para que esa llamada siga siendo posible?




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