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El último vestigio de la carne

  • hace 2 días
  • 3 Min. de lectura
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Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


Fuimos el último vestigio de la carne, el inicio de la revolución en tercera dimensión. Después de nosotros todo fue algoritmo, big data, tecnología wearable... Nos llenamos de cyborgs, cylons, borgs, organismos bioinformativos, androides, máquinas vivientes, nodos interconectados a la mediópolis.


La estampa inaugural de esta transición no fue un simple viraje tecnológico, sino una reconfiguración ontogenética, casi un nuevo episodio de hominización mediática. La carne dejaba de ser el soporte privilegiado para ceder lugar a una condición híbrida; a ese tejido mestizo que Paul Virilio imaginó como una “carne iluminada” y que Donna Haraway anticipó desde su Cyborg Manifesto como un devenir cuerpo-red donde la biología y el código se entreveran sin fricciones aparentes. En ese tránsito se reescribieron las cartografías del yo. Lo humano empezó a operar como una interfaz.


Personas, lugares, temporalidades, espacios que se producen, reproducen y consumen desde los medios. No se trata solo de un ecosistema saturado de pantallas, sino de un régimen epistemológico que mutó la relación entre presencia y sentido. La hipermediación que describió Scolari se vuelve aquí un principio existencial: la vida como un palimpsesto donde lo simbólico remezcla lo físico, donde cada gesto es una operación de edición. El único modo de sobrevivir es instalarse en ese equilibrio movedizo entre observar, desarrollar, interactuar y comunicar; como si habitáramos un bíptico perpetuo hecho de densidades analógicas y fantasmagorías digitales.


Vivimos inmersos en un contexto hipercomunicativo, cuerpo a cuerpo, medio a medio, tecnología a tecnología, cuerpo a medio a tecnología. Esta sucesión parece un mantra, pero es en realidad una genealogía: la de un sujeto que pierde autonomía mientras adquiere ubicuidad; que se fragmenta para poder estar en todas partes a la vez. En palabras de Gilbert Simondon, hemos entrado en la era de los “seres tecnogenéticos”, entidades cuya individuación ocurre siempre en coalescencia con dispositivos y sistemas. Y así, casi sin advertirlo, nos convertimos en prótesis de nuestras propias prótesis.


Hemos moldeado nuestras percepciones, hábitos, costumbres, ética y memoria con estas nuevas texturas simbólicas. La performatividad del yo se vuelve una sobrecarga informacional que ofrece la ilusión de sentido, aunque quizá sea solo un espejismo en alta definición. Cada acción es mediación; cada percepción es ya un producto editado por la sopa algorítmica que respira a nuestro alrededor.


Entendemos el mundo desde un orden telemediatizado. Y en ese orden, la experiencia no se vive: se accede. La vida es un enlace, un hipervínculo. Conectamos nodos sincrónica, transcrónica y diacrónicamente, ensanchando la temporalidad hasta volverla un continuo navegable. El tiempo ya no es devenir; es base de datos.


Esta ansiedad de inmersión total es una forma contemporánea de mística. Una fiebre de consumo donde la inmediatez es el nuevo absoluto. Queremos vivirlo todo, conocerlo todo, comprenderlo todo, serlo todo. Y en ese vértigo, que Nietzsche habría leído como un eco tardío del nihilismo europeo, suspendemos los límites entre presencia y deseo. La comprensión del mundo se consume con la misma velocidad que se olvida.


La premisa de esta nueva cultura mediática es el aquí y ahora perpetuo. Una herejía contra la gravedad, un proyecto que pretende emanciparnos del peso del cuerpo y el espesor del alma. Interactuamos en una remezcla continua de lo físico, lo mental y lo simbólico. Somos contenedores de estructuras que se expanden más allá de nuestro radio táctil, prolongándose hacia el horizonte digital que nunca se deja alcanzar.


Somos máquinas vivientes, tecnologías sensibles, mentes interconectadas que expanden un orden racional inscrito en la creación, circulación y almacenamiento de información. Y en este nuevo orden, la práctica social es una práctica informativa: minería de datos como alquimia, algoritmos como demiurgos.


La tierra digital es una prolongación del viejo sistema corporativo global, pero también su metamorfosis: un territorio desterritorializado que se habita sin pisarlo. Nuestro estado natural es la interconexión: cada mediación nos produce placer, miedo o ilusión. Somos una especie que decidió intimar con sus criaturas técnicas, mezclando su destino con el de ellas.


Los medios ya no median: son el espacio mismo que habitamos. Biología, bioinformática, cognición encarnada, inteligencia artificial y vida artificial se entrelazan desdibujando las fronteras entre lo real y lo simulado. Se reclama, por tanto, un replanteamiento ontológico: ¿qué significa vivir cuando la vida es una representación biotecnológica? ¿Qué queda del sujeto cuando su forma de ser en el mundo es ser interfaz?


La historia no es la misma. Nosotros tampoco. La trama que estamos escribiendo desde este diseño medial exige repensar la vida, el conocimiento y la memoria. Hemos dejado de ser el último vestigio de la carne para convertirnos, a nuestra manera, en el primer resplandor del signo vivo.


Nuestras ideas ya no pueden ser las mismas, como tampoco lo es la historia que estamos construyendo desde el instrumental diseño medial.

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