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El día que se cayó el satélite e internet: anatomía de una civilización sin copia de seguridad

  • hace 21 horas
  • 6 Min. de lectura
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Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


Fuimos construyendo un mundo que cuelga de un hilo. No del hilo mítico de las Moiras, sino del hilo telefónico, del hilo de fibra óptica, del hilo invisible de los datos que orbitan en satélites y nubes propietarias. Nos hemos ido convenciendo de que, si ese hilo se rompe, la vida se detiene: se inmoviliza la economía, colapsa la política, se paraliza la comunicación. Lo que alguna vez fue un soporte entre muchos, el sistema técnico, se ha convertido en la columna vertebral única de la civilización. Y cualquier temblor en esa columna nos recuerda brutalmente lo frágil que es una humanidad que decidió vivir sin plan B.


El mundo que se paraliza cuando se apaga la pantalla


La escena está en el cine y en las noticias. Wim Wenders lo imaginó en su cinta: Hasta el fin del mundo; aquel momento en que un satélite cae y el mundo entero queda incomunicado: una humanidad que, de pronto, se descubre a oscuras, no tanto por la falta de luz eléctrica como por la ausencia de señales, de flujos, de datos. El apocalipsis ya no se representa como lluvia de fuego, sino como silencio de notificaciones.


Algo semejante se filtró en la vida cotidiana cuando, de un día para otro, hace unos días un proveedor de servicios críticos, Cloudflare (ciberseguridad, nube, DNS, CDN) falla, y arrastra consigo páginas de gobiernos, bancos, medios, plataformas de comercio, redes sociales y plataformas de IA como ChatGPT. Durante unas horas, el mundo “se cae”. No hay boletos, ni pagos, ni transacciones, ni trending topics. Lo que debería ser una incidencia puntual se vive como una experiencia casi escatológica: los sistemas dejan de responder y, con ellos, nuestra ilusión de continuidad.


La comparación con el pasado es inevitable. Hubo un tiempo en que, si se iba la luz, uno seguía escribiendo a mano o en máquina, ordenando expedientes físicos, firmando documentos en papel. El mundo era profundamente ineficiente, pero era redundante. Había múltiples caminos para que la vida siguiera. Hoy hemos ganado velocidad, pero hemos perdido alternativas.


Digitalizamos archivos, procesos, relaciones, memoria, afectos. Convertimos en servicios lo que antes eran bienes: libros, discos, películas, álbumes familiares, correspondencia, registros contables. En el modelo del streaming permanente, todo fluye… siempre y cuando el canal se mantenga abierto. El costo invisible es que, si dejamos de pagar la conexión o el servicio falla, no sólo perdemos acceso a los contenidos: perdemos nuestra propia huella de existencia, nuestros vínculos socio-técnicos, nuestra posibilidad de actuar.


Manuel Castells hace años describió cómo las redes informacionales se convirtieron en la nueva morfología de la sociedad y en la infraestructura básica sobre la cual se organizan economía, política y cultura. Esa intuición hoy adquiere un matiz inquietante: cuando toda la vida se reorganiza en torno a una sola lógica infraestructural, el riesgo ya no es un accidente local, sino la posibilidad de un colapso sistémico. Ulrich Beck lo llamaría el rostro contemporáneo de la sociedad del riesgo: peligros producidos por nuestro propio éxito tecnológico, que ya no pueden confinarse a un territorio, ni a una clase, ni a un sector.


La caída de un satélite, la avería de un gran proveedor de nube, el error de actualización de un sistema operativo corporativo no son meros “fallos técnicos”: son fisuras simbólicas en la fe moderna que depositamos en la continuidad infinita de la conectividad. Nos devuelven una pregunta que creíamos superada: ¿qué significa ser humano cuando se apaga la pantalla?


Arquitecturas anfibias para un futuro phygital


La respuesta fácil sería pedir más tecnología: más redundancia digital, más centros de datos, más satélites, más automatización, más inteligencia artificial que supervise la infraestructura de la inteligencia artificial. Pero, como advierte Nassim Nicholas Taleb, los sistemas verdaderamente robustos no son los que eliminan por completo la falla, sino los que incorporan la perturbación como parte de su diseño, ganando capacidad de adaptación e incluso de mejora en la adversidad.


Desde esta perspectiva, nuestra hiperdependencia tecnológica actual es menos un destino que una decisión de diseño: elegimos, por comodidad y rentabilidad, un mundo monoteísta de infraestructuras. Un único dios de la nube, un único proveedor de ciberseguridad, un único estándar de interacción, un único modelo de negocio. La eficiencia económica se pagó con fragilidad ecológica, política y existencial.


Pensar en nuevas infraestructuras sustentables y resilientes no es sólo un problema de ingeniería, sino de imaginación cultural. Supone, al menos, tres desplazamientos profundos:


  1. Del fetichismo de lo digital puro a la lógica phygital. No se trata de “volver” nostálgicamente al mundo analógico, sino de diseñar arquitecturas anfibias, capaces de operar tanto en línea como fuera de línea, en soporte físico y en soporte digital. Archivos impresos críticos, protocolos de operación manual, redes comunitarias locales, servidores descentralizados, soportes de baja tecnología que permitan mantener funciones básicas cuando el gran sistema se interrumpe. No como reliquias, sino como infraestructura deliberada.

  2. De la centralización corporativa a la distribución comunitaria. La hiperconcentración del poder infraestructural en pocas empresas tecnológicas globales genera no sólo vulnerabilidades técnicas, sino asimetrías políticas y económicas. La comunicación deja de ser un bien común para convertirse en concesión condicional. Recuperar la idea de redes ciudadanas, de infraestructuras distribuidas, de soberanías digitales locales no es un gesto romántico, sino una forma de redistribuir el riesgo y la responsabilidad.

  3. Del productivismo energético al cuidado de la casa común. Los centros de datos, los satélites, las cadenas de suministro de dispositivos, la minería de datos y de minerales tienen un costo ecológico monumental. La promesa de un mundo inmaterial oculta toneladas de CO₂, litio, agua dulce, residuos electrónicos. Hablar de infraestructuras sustentables implica asumir que cada gigabyte y cada modelo algorítmico tienen huella hídrica y de carbono. La resiliencia no puede pensarse al margen de la biosfera.


En el fondo, la apuesta phygital no es un simple híbrido de “lo mejor de los dos mundos”, sino una ética del límite. Reconocer que no todo puede ni debe ser digitalizable. Que ciertas funciones comunitarias requieren presencia encarnada, mediaciones lentas, decisiones cara a cara. Que la vida humana tiene una densidad simbólica y espiritual que no cabe enteramente en protocolos ni en bases de datos.


Desde la antropología de los medios, podríamos decir que lo que está en juego no es sólo la infraestructura de la comunicación, sino el tipo de humanidad que esas infraestructuras hacen posible. Una cultura que delega por completo su memoria en la nube corre el riesgo de olvidar que la memoria también es cuerpo, rito, relato oral. Una sociedad que sólo puede educar a través de plataformas corre el riesgo de confundir el aprendizaje con la logística de contenidos. Una comunidad que sólo puede rezar, protestar o amar conectada corre el riesgo de reducir lo sagrado, lo político y lo afectivo a eventos de streaming.


Cuando el sistema falla, y fallará, de mil formas distintas, queda expuesto el tipo de tejido humano que construimos alrededor de él. Ahí aparece la dimensión espiritual del problema: ¿somos una civilización capaz de sostener vínculos, cuidado y sentido sin la prótesis permanente de la conectividad? ¿O nos hemos convertido en devotos de un dios tecnológico que, al primer apagón, nos deja sin lenguaje, sin memoria y sin mundo?


Castells nos recuerda que las infraestructuras de comunicación son, en el fondo, infraestructuras de poder. Beck advierte que los riesgos globales, cuando se materializan, no sólo destruyen estructuras materiales, sino también certezas culturales y horizontes de sentido. Taleb insiste en que sólo los sistemas que aceptan la incomodidad, la redundancia y la diversidad como virtudes pueden sobrevivir a lo improbable.


Si tomamos en serio estas intuiciones, entonces la tarea no es únicamente “proteger la red”, sino rediseñar la forma en que habitamos el ecosistema tecnológico: menos como usuarios cautivos y más como co-arquitectos de un hábitat phygital que no colapse ante la primera tormenta solar, el primer error de código o la primera caída masiva de servidores.


Porque, al final, la pregunta no es si se volverá a caer un satélite, un proveedor de nube o una red social. La pregunta decisiva es otra: cuando eso ocurra, ¿seguiremos siendo capaces de mirarnos a los ojos, organizarnos, nombrar el mundo y sostener la vida sin miedo, aunque la pantalla permanezca en negro? Tal vez la verdadera copia de seguridad de la humanidad no está en un centro de datos remoto, sino en la decisión colectiva de reconstruir nuestras infraestructuras desde la dignidad, el cuidado y la responsabilidad compartida.

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