Caravanas de datos: beduinos digitales y emigrantes del pixel
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Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
La red y la IA como nuevas esferas públicas se reivindican como el eje de una nueva diversidad cultural, como un nuevo movimiento migratorio. Lo portátil, lo móvil, la omnipresencia y omnisapiencia a la Google AI, Comet, Atlas, a la Chatgpt, Gemini Perplexity o Claude son la racionalidad imperante que se mueve a la par de la condición deslocalizada de las nuevas identidades.
Los beduinos digitales recorren el desierto digital en búsca de un oasis; de un espacio en el cual insertarse, en el cual formar comunidad. En el desierto lo sagrado y lo profano conviven, lo mágico y lo religioso construyen una nueva taxonomía. La construcción del cosmos y la movilidad identitaria buscan un equilibrio. Ser en el mundo, estar en el mundo es moverse en el mundo.
Ese desierto no es sólo metáfora; es la forma que adquiere el espacio de flujos del que habla Castells cuando los territorios físicos se subordinan a los circuitos de información y capital simbólico. La geografía ya no se mide en kilómetros sino en milisegundos de latencia. Cada plataforma se vuelve un campamento efímero, un caravansar donde las identidades descansan un momento antes de volver a ponerse en marcha. Como los “no lugares” descritos por Marc Augé, estos entornos se habitan intensamente pero casi nunca se pertenecen: se transitan, se consumen, se olvidan.
En ese paisaje, la promesa de diversidad cultural se mezcla con una topografía de exclusiones. La red parece ofrecerlo todo a todos, pero distribuye sus oasis de visibilidad según lógicas algorítmicas opacas. El beduino digital busca agua en forma de atención, reconocimiento, interacción significativa. A veces encuentra sólo espejismos: métricas vacías, amistades sin rostro, comunidades que se disuelven al primer cambio del feed. Bauman habló de “modernidad líquida”; podríamos decir que aquí asistimos a una ciudadanía evaporada, siempre a punto de condensarse, siempre a punto de disiparse.
El emigrante digital es el exótico, el fronterizo, el híbrido, el indefinido, el desterritorializado. El avatar en movimiento, es el sujeto en busca de sentido. La dialéctica digital implica afirmarse desde la diferencia y construirse desde la autonarración.
Ese emigrante carga pocas cosas en su maleta: un usuario, algunas contraseñas, fragmentos de biografía condensados en bios y posts, una colección de imágenes que operan como amuletos. Como el “extranjero” de Simmel, está dentro y fuera al mismo tiempo: participa en la conversación global, pero nunca termina de incorporarse del todo. Su exotismo se vuelve mercancía: su cultura, su lengua, su cuerpo, su dolor, todo puede transformarse en contenido. El yo se vuelve proyecto y producto, narración en permanente beta. En cada prompt, con sus encuadres, agendas, sesgos y contextos personales deja claro que es un transporta pueblos
La autonarración digital recuerda la idea de Stuart Hall de la identidad como “punto de sutura” entre los discursos y las historias que nos atraviesan. En la red, esa sutura se recompone sin cesar: actualizamos nuestra imagen de perfil, borramos tuits, reescribimos la memoria a fuerza de nuevas publicaciones. Lo que antes era archivo ahora es flujo; lo que antes se llamaba biografía hoy se parece más a un timeline que se reordena al ritmo del algoritmo.
Los emigrantes digitales estiran las identidades hasta que se fragmentan y multiplican. Lo propio en el mundo globalizado se referencia con la marca. Con los signos y símbolos con los que el sujeto entreteje su nueva historia y territorio. Pero la tierra se alarga como las identidades. Se estira, se rompe. Las identidades pasan de ser únicas a ser compuestas. Vivir en la frontera es no tener del todo claro donde empieza uno y dónde el otro. Las distancias y las cercanías permiten la autoafirmación. El emigrante busca el oasis para afianzar los colectivos, para ubicar su lugar en el mundo. Para enorgullecerse de lo propio.
Aquí la marca opera como nuevo tótem. Bourdieu habló de capital simbólico; hoy ese capital se expresa en logos, filtros, hashtags, interfaces que certifican la pertenencia a un linaje digital: fanbases, fandoms, comunidades de nicho. El territorio ya no es el barrio sino el servidor; la pertenencia se negocia en términos de accesos, niveles y membresías. El yo se compone como collage de signos: una playlist aquí, un fandom allá, una causa política en la bio, una estética curada en Instagram. Identidad mosaico, identidad patchwork, identidad en modo remix.
Esta expansión identitaria tiene un costo. Cuanto más se estiran las pertenencias, más frágiles se vuelven las raíces. Appadurai hablaba de “paisajes de flujo” para describir las migraciones, los medios y los mercados globales; hoy podríamos añadir el “datascape” como horizonte donde los sujetos negocian su derecho a aparecer. Estar “en la red” es existir en un campo de visibilidad condicionado: quien no entra en el radar del algoritmo corre el riesgo de convertirse en aquello que Bauman llamó “residuo humano”, presencia estadística sin rostro ni historia.
El vagabundeo digital no es sólo ocio; es una forma de búsqueda ontológica. Entre scroll y scroll, se juega una pregunta silenciosa: ¿dónde es mi casa simbólica?, ¿en qué comunidad mis palabras no son ruido sino voz? Aquí la tecnología deja de ser un mero instrumento para convertirse, como advierte McLuhan, en ambiente: no sólo usamos la red, vivimos en ella. La interfaz ya no es ventana, es hábitat.
Por eso el desierto es también lugar espiritual. En la tradición bíblica, en los relatos místicos de Oriente, el desierto es el espacio donde se escucha la propia voz mezclada con la del Otro. En la hipermediación contemporánea, el desierto digital se llena de ruido, pero sigue albergando la misma pregunta radical: ¿quién soy cuando nadie me mira, cuando no hay likes que certifiquen mi presencia? La IA, con su promesa de compañía inagotable, introduce un nuevo actor en esta escena: un otro no humano que dialoga, responde, simula empatía.
¿Es la IA un nuevo oasis o un espejismo más sofisticado? Depende de la ética que la sostenga y de la antropología que la inspire. Si la entendemos, como advierte Hannah Arendt, sólo como extensión de la lógica instrumental que reduce al ser humano a recurso, la IA reforzará las formas de exilio y desarraigo. Si, en cambio, se concibe desde una razón ampliada que reconoce la dignidad del sujeto migrante, del que atraviesa fronteras físicas, culturales o digitales, podría convertirse en cartógrafa más que en carcelera: ayudarnos a mapear los territorios donde aún es posible la hospitalidad.
Los beduinos y emigrantes del pixel ponen a prueba nuestras nociones de comunidad, ciudadanía y espiritualidad. Obligan a revisar la idea de hogar: ya no basta con un territorio físico ni con la pertenencia jurídica a un Estado. “Hogar” empieza a ser el conjunto de vínculos significativos que resisten la lógica del descarte. Volver a casa, en este contexto, no es desconectarse, sino aprender a habitar la red sin perder el rostro del otro en el resplandor de la pantalla.
El vagabundo del pixel vive en latencia la dimensión más profunda de su identidad. Siempre en la búsqueda. Pasando de un navegador a otro, de una comunidad virtual a otra, de una red social a otra, de una App a otra, de una IA a otra. Siempre buscando su lugar.




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