La vida capturada por los medios y la IA
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Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
Los medios nos hicieron visibles, nos dotaron de una piel en la que podemos tatuar todos los momentos de la vida. Dotaron de un extraño volumen nuestros anhelos, materializaron nuestros recuerdos. Sacaron nuestra vida de su hábitat tradicional. Nos pusieron en un terreno común, el de la mediación existencial; en esa paradójica condición en que todo en nuestra vida puede ser documentado, grabado, archivado, almacenado, curado, accesado, controlado, coleccionado, mantenido, borrado, publicado, mostrado, transmitido, compartido, publicitado.
Hoy, la historia acelera su pulso como si quisiera alcanzar aquello que dejó pendiente siglos atrás. Nuestra contemporaneidad es una de ellas: un tiempo en el que la existencia se ha desprendido de su soporte natural para habitar en un territorio híbrido, tecnológico, emocional, simbólico, donde la vida se registra antes de ser vivida y se comparte antes de ser comprendida. Lo que antes llamábamos experiencia hoy es, con frecuencia, un archivo; lo que alguna vez fue memoria humana ahora se convierte en un rastro de metadatos, dispuesto para su consulta perpetua o su olvido instantáneo.
En ese tránsito, la inteligencia artificial no comparece como un mero dispositivo de cálculo, sino como una segunda piel algorítmica que interpreta, predice y clasifica aquello que somos. Si los medios nos hicieron visibles, la IA nos ha hecho legibles. Y ser legibles implica ser traducidos, procesados y devueltos en forma de patrones de comportamiento, de inferencias predictivas, de espejos matemáticos que nos dicen lo que fuimos, lo que somos y lo que quizá seremos.
A lo largo de nuestra historia, como recuerda Lewis-Williams, el ser humano aprendió a registrarse para existir: mano en la caverna, figura en el templo, rostro en el óleo, gesto en la fotografía. Cada huella, una negociación con el tiempo. Sin embargo, este nuevo estadio implica un quiebre radical. No dejamos huella: dejamos flujo. No buscamos perpetuar la presencia: buscamos sostener la atención. Como sugiere Carlos Scolari, hemos entrado en una fase de hipermediación donde cada instante debe inscribirse para tener sentido en un ecosistema que valora la visibilidad como unidad de cambio simbólico.
De ahí que hayamos pasado de la vida en activo a la vida vicaria. Vivimos mirando cómo vivimos. Delegamos la memoria a servidores remotos; descansamos la interpretación de la realidad en sistemas automáticos; externalizamos la atención a plataformas que deciden por nosotros qué ver, qué sentir, qué consumir. Nuestra vida se ha vuelto un flujo que se registra a sí mismo, un continuo de sensores y cámaras que automatizan la percepción y trasladan nuestra subjetividad a lo cuantificable.
Ese paisaje coincide con lo que Bauman advertía como la fragilidad del yo líquido: identidades que “se solidifican solo por un instante para luego fundirse de nuevo”. El homo Signis digitalis, ese ser que vive en el vértigo semántico de los hipermedios, crea, distribuye y consume significados con la misma naturalidad con la que respira, pero bajo una lógica de aceleración permanente que recuerda la advertencia de Virilio: cuando todo se acelera, todo se vuelve accidente.
Y en ese accidente continuo se articula el nuevo sujeto digital: nodo reluciente en un mapa de datos, interfaz que conecta emociones con algoritmos, consumidor de narrativas y productor compulsivo de sí mismo. Cada like opera como un pequeño sacramento secular; cada publicación, como una demanda silenciosa de reconocimiento. Barthes afirmaba que la fotografía es un certificado de presencia (“Yo estuve allí”), pero hoy la IA ha transformado ese testimonio en un campo de optimización: “Yo debo estar allí del modo en que el sistema me recompense”.
La vida capturada por los medios es, entonces, una vida cada vez más diseñada: por nosotros, para nosotros, pero también para los modelos que nos procesan. Nos volvemos, como sugería McLuhan, “software que aprende a reprogramarse”. Y es precisamente esa condición la que exige una ética de la mirada y un discernimiento profundo sobre nuestra propia exposición.
Porque mostrarse se ha vuelto condición ontológica: ser es ser visto; ser visto es ser registrado; ser registrado es ser susceptible de cálculo. En ese bucle, no solo la intimidad se desdibuja: también lo hace la interioridad, ese espacio delicado donde se fragua el sentido. La IA, al modelar nuestras preferencias y proyectar decisiones, amenaza con colonizar esa interioridad si no construimos un territorio de resistencia simbólica, una ecología del yo que no se agote en la lógica de la visibilidad.
La promesa y el peligro, de esta época radica en que nos hemos vuelto datos con voluntad, algoritmos con memoria emocional, seres que navegan entre lo biológico y lo digital sin distinguir siempre dónde termina uno y comienza el otro. Somos, en efecto, información viviente: flujo incesante de signos que se enlaza con otros para constituir una comunidad de significación sin precedentes.
La vida capturada por los medios e hipermedios potenciaron la vida mediada llevándola al extremo. Hoy, nos hemos implicado tanto con este modo de ser en el mundo, que hemos pasado de la vida en activo a la vida vicaria en que incluso nada necesita recordarse porque absolutamente todo está disponible y al alcance de un click.
En este punto cabe formular una pregunta que no pretende clausurar la discusión, sino reabrirla en otra profundidad: ¿qué quedará de nuestra humanidad cuando renunciemos a la experiencia directa y deleguemos a las máquinas incluso la tarea de recordar por nosotros aquello que nos constituye?
No se trata de nostalgia, sino de responsabilidad. De decidir si queremos ser los autores o los archivistas de nuestra propia existencia. De comprender que la vida, aun cuando pueda documentarse a cada segundo, solo adquiere plenitud cuando se vive y no cuando se almacena.
Quizá ese sea el desafío final de nuestra era: recuperar el pulso humano dentro de un océano de datos. Y elegir, con plena conciencia, qué parte de nosotros merece ser luz, y qué parte, sombra. Porque incluso en un mundo saturado de pantallas, aún somos capaces de decidir aquello que no puede ser capturado.
Si hoy la vida se captura en cada gesto, en cada trazo, en cada bit, quizá el acto verdaderamente revolucionario sea aprender a vivir aquello que ninguna máquina puede conservar: la hondura del encuentro, el desorden de la presencia, la llama irrepetible del instante que no se repite.




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