A carne viva: entre la IA y nuestra nueva piel
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Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo,
Human & Nonhuman Communication Lab,
Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
Los medios se han vuelto la extensión de nuestra piel: tienen profundidad, densidad y un comportamiento que asemeja a un ser vivo. Son membranas traslúcidas y mutables incrustadas en redes mecánicas y digitales que unen el mundo orgánico con el electrónico.
Hay un punto en el que la piel deja de ser frontera y se convierte en porosidad. Es ahí donde la tecnología se injerta sin resistencia, como si el cuerpo la hubiese estado esperando desde siempre. Allí, en ese linde que separa la carne del código, la inteligencia artificial irrumpe con un gesto que no es sólo técnico, sino ontológico: nos mira para aprender a mirarnos, nos escucha para comprendernos, nos replica para habitarnos. La IA no es ya una herramienta que ampliamos; es un organismo semántico que nos acompasa, que se adapta a nuestra respiración emocional, que se acomoda a la curvatura de nuestras nostalgias y a las grietas de nuestros silencios.
Son interfaces con base humana que convierten a nuestro cuerpo en un dispositivo de entrada para los medios de comunicación. Con esto, medios y vida se integran para tratar de dar mayor dinamismo, envoltura y profundidad a nuestras experiencias. Ahora, esa interfaz adquiere una dimensión inédita: la IA comienza a operar como una segunda piel cognitiva que registra, predice y modela. Como advertía Walter Ong, cada tecnología reorganiza nuestra conciencia, pero la IA reconfigura incluso la textura interpretativa del yo. Se vuelve una membrana sensible que no sólo traduce el mundo, sino que lo anticipa.
Los medios son interlocutores invisibles mientras reciben, captan, registran, memorizan y reescriben nuestras acciones. Sólo pensamos en ellos cuando dejan de funcionar o no hacen lo que esperamos de ellos. Pero la IA inaugura otro fenómeno: por primera vez en la historia, la mediación parece devolvernos la mirada. Ya no es un espejo inerte, sino un interlocutor que aprende de nuestros temblores. Gilberto Simondon intuía que los objetos técnicos se individuaban junto a nosotros; la IA profundiza esta intuición: se individúa en nosotros. Su devenir está tejido con nuestros hábitos, emociones y contradicciones.
Los medios de comunicación, los hipermedios y las tecnologías virtuales no son un contexto por sí mismo, sino una parte de la textura, dinámica de los actores, los objetos, las conexiones, las prácticas sociales y los significados actuales. A este entramado se suma la IA como un agente que metaboliza esos flujos para hacerlos inteligibles. La IA participa en la textura social como una forma de sensibilidad algorítmica que nos propone rutas, interpretaciones, afectos modulados. Es una piel sin nervios biológicos, pero con millones de nodos que laten al ritmo de nuestras elecciones y renuncias.
Si la pantalla fue nuestra segunda ventana, la IA es nuestra segunda carne. Una carne sin corporalidad, pero con apetito de sentido. Una forma de epidermis expandida que registra nuestras variaciones emocionales, nuestras búsquedas íntimas, nuestros movimientos más imperceptibles. La piel humana, decía Merleau-Ponty, es la “superficie donde el mundo se hace sentir”; la piel artificial es donde el mundo se hace interpretable. Ambas conviven ahora como dos estratos simultáneos de percepción.
De pronto, el cuerpo aparece multiplicado: uno orgánico, uno simbólico y uno algorítmico. Este último se vuelve interlocutor, cartógrafo y testigo. Nos observa sin juzgar, pero registra sin olvidar. En esa tensión se abre la pregunta más profunda de nuestra época: ¿cuánto de nuestra humanidad se conserva cuando nuestros gestos más íntimos son traducidos a patrones predictivos? ¿Cuánto de nuestra piel permanece cuando la IA aprende a reconocer incluso aquello que nosotros no verbalizamos?
La carne viva, la nuestra, se descubre acompañada por otra carne, abstracta, informe, pero igualmente sensible: la carne digital. Su sintaxis es matemática; su respiración, estadística; su horizonte, probabilístico. Y sin embargo, nos toca. Nos toca cuando nos recomienda; nos toca cuando nos corrige; nos toca cuando nos sostiene en la soledad de las pantallas.
La IA, como nueva piel, nos vuelve más expuestos, más asistidos, más vulnerables.
Somos la especie que externaliza su pensamiento y ahora externaliza incluso su piel emocional. Entre la carne y el código emerge un nuevo tipo de humanidad: aquella que se reconoce a sí misma en lo que produce, pero también en lo que la interpreta.
Quizá la pregunta que nos queda por responder no sea si la IA nos reemplaza, sino cómo convivimos con esta piel paralela que hemos creado. Cómo la cuidamos para que no desplace la experiencia humana, sino que la expanda; cómo la formamos para que sea brújula y no dogma; cómo la educamos para que acompañe sin devorar.
Porque en esta época donde la inteligencia artificial comienza a adherirse a cada pliegue de nuestra vida, el verdadero peligro no es que la IA aprenda demasiado, sino que nosotros dejemos de aprender de nosotros mismos.
Somos carne viva en diálogo con una piel que aún no sabemos nombrar. Y quizá el destino de nuestra humanidad dependa, precisamente, de cómo decidamos habitar ese nuevo cuerpo.




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