top of page

La prolongación de la vida y el eclipse del sentido: entre la biotecnología y la era del vacío

  • hace 19 horas
  • 4 Min. de lectura
ree

Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


La humanidad parece avanzar hacia una frontera inédita, una donde el sueño milenario de desafiar la fragilidad del cuerpo deja de pertenecer al mito para incorporarse al laboratorio. La promesa ya no es metáfora teológica ni alegoría literaria: es una ecuación de datos, un algoritmo de optimización biológica, un régimen molecular que pretende reprogramar la temporalidad misma de la existencia. En el imaginario tecnocientífico de figuras como Ray Kurzweil, o de los ingenieros de la longevidad radical, la muerte, esa antigua pedagoga de la conciencia, se convierte en un error de diseño susceptible de ser corregido.


Lo inquietante no es la aspiración en sí, sino su premisa cultural: si la vida puede prolongarse tres, cuatro o cinco siglos, ¿qué sentido sostendrá una existencia tan extendida en una época que experimenta, paradójicamente, una recesión del significado?


Umbrales de un mundo sin relato

Vivimos inmersos en la aceleración emocional y cognitiva de la hipermodernidad, donde, como advirtió Lipovetsky, los grandes marcos de interpretación se han disuelto en una constelación de microrelatos efímeros. La muerte ya no opera como horizonte pedagógico, pero la vida tampoco se piensa como destino narrativo; es, más bien, una sucesión de días que se confunden con la lógica infinita del scroll.


El vacío que atraviesan adolescentes y jóvenes no es un fenómeno aislado, sino la expresión de una crisis profunda: la desaparición de aquellas estructuras simbólicas que ofrecían brújula, pertenencia y consistencia. En este paisaje, la biotecnología promete longevidad, pero no ofrece un porqué. La ampliación del tiempo vital se concibe como optimización, nunca como contemplación.


Kurzweil proyecta para 2045 una fusión entre humano y máquina capaz de inaugurar la longevidad radical, pero incluso esta visión, sustentada en gráficas exponenciales, implica una renuncia inadvertida: si la muerte es abolida, el sentido, ¿dónde se alojará?


Trascendencias sin espíritu

La prolongación de la vida no es un proyecto biológico, es un proyecto antropológico. Busca emancipar al ser humano de su vulnerabilidad constitutiva, de su desgaste, de su finitud. Se trata de una nueva forma de trascendencia sin sacralidad, aquello que Lewis Mumford llamaba la religión de la máquina, una fe en la técnica como sustituto del mito.


Pero la historia cultural ha demostrado que la vida no se valoriza por su extensión, sino por su densidad simbólica. Mircea Eliade lo sabía bien: el tiempo humano está cargado de significados, rituales, ritmos y gestos que permiten que la existencia adquiera profundidad. Cuando el tiempo se vuelve solo cronología, tiempo homogéneo y vacío, en palabras de Walter Benjamin, la vida se reduce a un flujo interminable sin epifanías.


Byung-Chul Han recuerda en su libro sobre La crisis de la narración que, antiguamente, cada día poseía rostro: era una articulación entre lo humano y lo trascendente. Hoy, por el contrario, vivimos en el calendario de lo banal. La proliferación de efemérides absurdas: el día del aguacate, del emoji, del pan dulce, revela un tiempo sin mito, sin densidad, sin relato.

¿Puede una vida que dure quinientos años sostenerse sobre un calendario así, en el que solo nos ven como objeto de consumo y máquinas de producción masiva?


Una vida larga para un mundo que se encoge

Las industrias biotecnológicas y los discursos transhumanistas sugieren que vivir más permitirá aprender más, crear más, explorar más. Sin embargo, subyace una racionalidad distinta: extender la vida para extender la productividad; prolongar la existencia para prolongar el consumo. En un capitalismo informacional donde el dato es mercancía, el tiempo biológico se convierte en infraestructura económica.


Chul Han advertía que la hiperproducción del yo conduce a un agotamiento radical de la vitalidad. En ese sentido, una humanidad que viva quinientos años podría convertirse en un ejército de sujetos sin vejez y sin trascendencia, atrapados en una temporalidad plana donde la permanencia sustituye a la transformación, tal como lo narra Martín Caparrós en su novela Sinfín


Sin arquitectura simbólica, la longevidad no es un triunfo: es un vacío expandido.


La frontera de la muerte como gramática del sentido

Todas las culturas han sabido que el sentido nace de la interpretación, no de la duración. Heidegger insistía en que la finitud no es una tragedia, sino la condición ontológica que permite que la vida sea proyecto, posibilidad, apertura. Cuando la muerte deja de ser horizonte, la existencia corre el riesgo de perder su espesor.


Reescribir la biología humana sin reescribir la cultura nos aboca a una paradoja: prolongar la vida sin reconstruir el sentido solo amplifica la crisis del espíritu contemporáneo. El peligro no es la inmortalidad, sino la indiferencia; no la longevidad, sino la esterilidad simbólica.


La urgencia de un nuevo pacto del tiempo

El desafío de nuestra época no consiste en conquistar la eternidad molecular, sino en recuperar la trascendencia narrativa. No necesitamos algoritmos que alarguen la vida, sino comunidades capaces de reencantar el tiempo. No se trata de regresar a los viejos ritos, sino de reconstruir, con creatividad ética, una cartografía espiritual que permita habitar la existencia sin disolverla.


Más que vencer a la muerte, necesitamos volver a pronunciar la vida.

Tal vez el gran interrogante del futuro no será cuántos años puede vivir un cuerpo, sino qué puede significar una vida en un mundo que ha olvidado cómo construir significados. Y quizá, en esa pregunta, la humanidad encuentre la tarea pendiente de esta era que aspira a ser posthumana sin haber comprendido todavía lo humano.


La inmortalidad que realmente importa no es la del cuerpo, sino la que emerge cuando una vida, por fin, toca otra vida. Y ahí, en ese gesto que todavía nos queda, está la única respuesta que no puede darnos ningún laboratorio.

Comentarios


bottom of page