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Homo Signis: Arqueología del sentido en la era digital

  • hace 6 días
  • 6 Min. de lectura
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Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


Somos la especie simbólica; el homo signis, el sujeto referenciado, referenciable y autoreferenciable. Nuestra naturaleza semántica se explaya por todos los territorios de la existencia. Somos palabras en expansión, silencios significantes, movimientos gramaticales. Somos el logos encarnado, el verbo apasionado, la victoria sintáctica. Somos nodos dialógicos, interlocuciones desenfrenadas en el exilio. Somos puro significado circulando en un mundo que pareciera vaciarse de sentido a nuestro paso.


El signo fue siempre nuestro hogar, nuestra morada ontológica. Desde el primer trazo de ocre sobre una piedra hasta la imagen pixelada que flota en el flujo binario de una red, el ser humano se ha comprendido a sí mismo a través del acto de significar. Ser, en última instancia, es comunicar. La especie humana nació cuando descubrió que podía mediar el mundo, cuando la mano y la mente se aliaron para producir símbolos que dieran permanencia a lo efímero.


La historia del homo signis es una arqueología del sentido. Cada medio técnico ha excavado una capa más profunda de nuestro deseo de trascendencia: la palabra oral ancló la memoria colectiva; la escritura, el archivo del alma; la imprenta, la multiplicación del pensamiento; y hoy, lo digital, esa forma gaseosa del símbolo, ha disuelto los bordes del lenguaje para convertirlo en flujo constante. La información se expande como un plasma: intangible pero presente, ligera pero densa, ubicua y a la vez inasible.


En ese magma semiótico habitamos ahora: un ecosistema donde los signos ya no remiten a las cosas sino a otros signos; donde la vida misma se hipermediatiza en una coreografía de pantallas, notificaciones y flujos ininterrumpidos de datos.


Excavaciones del logos: de la caverna al algoritmo

La comunicación no es un simple proceso instrumental, sino la esencia misma del ser. Mediar el mundo es comprenderse a uno mismo. Por ello, estudiar las mediaciones tecnológicas es, en el fondo, una forma de antropología de la condición humana.


El ser humano no solo produce signos: los habita, los padece, los ama, los consume. Cada mediación ha modificado no solo nuestro modo de conocer sino nuestro modo de existir. Lo que Cassirer llamó “animal simbólico” se ha transformado en un animal hipermediático. Hoy ya no solo extendemos nuestras capacidades cognitivas a través de las herramientas —como señaló McLuhan—, sino que esas herramientas nos devuelven la mirada, calculan nuestros deseos, interpretan nuestras emociones.


El signo digital ya no es reflejo, es agente. Aprende, predice, reacciona. Su poder no reside en lo que representa, sino en lo que anticipa. Como advirtió Zuboff, hemos ingresado en una economía conductual donde los signos ya no se limitan a comunicar, sino a modificar comportamientos.


Esta nueva topografía del símbolo impone un desafío epistemológico: ¿cómo pensar el sentido cuando el signo deja de ser humano? Si en la caverna prehistórica el símbolo unía al hombre con lo sagrado, en la nube digital el algoritmo nos devuelve la ilusión de una trascendencia programada. Lo que antes era fe, hoy es data faith: la creencia en que toda experiencia puede traducirse en información.


El homo signis contemporáneo vive en un perpetuo flujo de representación. Sus signos no lo trascienden: lo reproducen. En la selfie, el emoji o la story, el yo se estetiza y se dispersa. La imagen digital no solo documenta la vida, sino que la convierte en espectáculo; el sujeto se mira, se promueve, se traduce en mercancía visual. Somos los nuevos "haigas" de la hipermodernidad, los retratos de una civilización que cambió la salvación por el reconocimiento.


La palabra perdió su peso; la imagen, su misterio. Pero incluso en esta aparente banalización de la forma, el signo sigue buscando su antiguo propósito: testificar que estuvimos aquí. En ello radica su poder ontológico.


Las ruinas del símbolo y la ecología del vacío

La era digital ha multiplicado los signos, pero no necesariamente los significados. Vivimos un tiempo de inflación semántica: producimos sentido a una velocidad que impide sedimentarlo. Lo simbólico se ha vuelto un bien perecedero. Cada mensaje, una chispa que muere antes de encender la comprensión.


Byung-Chul Han ha dicho que la sociedad de la transparencia destruye el aura del sentido. Lo visible lo devora todo. El signo ya no vela ni revela: exhibe. Y en esa sobreexposición, el ser se diluye. El exceso de comunicación produce incomunicación, como el exceso de luz genera ceguera.


La hipermediatización no solo ha alterado la manera en que los sujetos se relacionan, sino la estructura misma del tiempo y la percepción. Los jóvenes, nativos de este magma digital, ya no narran su vida: la transmiten. La experiencia se sustituye por la conexión, el diálogo por el scroll, la presencia por el comentario.


Ese estado es el de un mundo donde los sujetos ya no navegan sino naufragan en la red: están conectados, pero a la deriva. Su identidad se define por el flujo constante de signos, no por la profundidad del significado.

Baudrillard advertía que en la era del simulacro, el signo deja de representar para convertirse en el propio acontecimiento. La representación sustituye al referente, y el mundo deviene hiperrealidad.


Pero más allá del diagnóstico, lo que está en juego es la fragilidad espiritual de una especie que, al perder el silencio, ha perdido su capacidad de escucha.


El homo signis se enfrenta hoy a la paradoja de una ecología saturada de comunicación y empobrecida de comunión. Nos conectamos más que nunca, pero comprendemos menos. Hablamos más, pero decimos menos. Es como si el signo se hubiera emancipado del sentido y reclamara su autonomía: un universo de símbolos autorreferenciales orbitando sin centro, sin destino.


Semiosis del porvenir

La tarea de nuestra era no consiste en multiplicar los signos, sino en reanimar el sentido. Requiere una arqueología del símbolo que nos devuelva su densidad originaria. Necesitamos un humanismo semiótico que combine la mirada del filósofo con la del comunicólogo, la del antropólogo con la del ingeniero, la del poeta con la del programador.


Ricoeur decía que interpretar es “sospechar del texto para liberar su sentido oculto”. En la era digital, esa sospecha debe extenderse al código. La alfabetización digital crítica —que he defendido como núcleo ético de la comunicación contemporánea— no puede reducirse al aprendizaje técnico, sino que debe convertirse en una práctica de liberación simbólica: una manera de reapropiarnos del lenguaje frente a los poderes algorítmicos que lo instrumentalizan.


Jesús Martín-Barbero recordaba que los medios no son simples canales, sino lugares de mediación cultural. Esa intuición sigue vigente: comprender nuestras pantallas es comprender nuestras almas. En ellas se cifran nuestras nostalgias, nuestros miedos, nuestras esperanzas.


Rosi Braidotti propuso pensar lo posthumano no como el fin del hombre, sino como la oportunidad de expandir su empatía más allá de sí mismo. El homo signis del futuro quizá no será el que hable más, sino el que escuche mejor: aquel que entienda el lenguaje de los datos sin perder el pulso de lo humano.


Porque el signo, en su raíz, sigue siendo un acto de amor. Nombrar es cuidar. Comunicar es abrazar al otro con palabras. Si algo nos distingue de la máquina es la capacidad de que nuestros signos sangren, de que nuestra sintaxis tiemble ante el dolor o el asombro.


Hacia una ecología simbólica del alma

La revolución digital no nos condena al vacío; nos exige una nueva forma de profundidad. Frente al vértigo de lo instantáneo, urge una pedagogía de la lentitud, una ética de la atención, una espiritualidad del silencio.

El homo signis debe aprender a habitar el ruido sin volverse ruido, a crear sentido en la intemperie del dato. Debe recordar que lo simbólico no se cuantifica, se siente. Que lo verdaderamente humano ocurre cuando un signo logra conmover el alma y volver inteligible lo invisible.


En un mundo de algoritmos que predicen emociones, la tarea más radical es recuperar la opacidad del misterio. No todo debe ser transparente. No todo debe ser traducido. Hay signos que sólo se comprenden cuando se guardan.


Quizá el porvenir del sentido dependa de nuestra capacidad de resistir la banalidad del signo automático. De volver a mirar el mundo no como un flujo de información, sino como una conversación infinita entre presencias.

La palabra, como el fuego de la caverna, aún puede reunirnos. El signo puede volver a ser comunión y no mercancía. El lenguaje puede volver a arder.


Ser homo signis en la era digital es aceptar que somos, a la vez, arqueólogos y profetas del sentido: escarbamos entre ruinas semióticas mientras imaginamos nuevos alfabetos para decir el mundo. En ese gesto persiste nuestra humanidad: en seguir nombrando lo innombrable, aun cuando el eco de nuestra voz se diluya entre los algoritmos.


Porque mientras exista un signo que tiemble ante la belleza o el dolor, habrá esperanza. Y mientras exista una palabra que busque tocar el alma del otro, el sentido no habrá muerto todavía.

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