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Intimidad dialogal artificial: cuando el yo se refleja en una interfaz

  • hace 7 horas
  • 4 Min. de lectura
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Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo

Human & Nonhuman Communication Lab

Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


De la hipermediatización al hiperdiálogo

Del mismo modo en que la televisión convirtió al espectador en consumidor y las redes sociales lo transformaron en productor de sí mismo, hoy la inteligencia artificial lo convierte en interlocutor perpetuo. Hemos pasado del tiempo de los medios al tiempo del diálogo incesante, donde cada palabra pronunciada rebota en una interfaz que responde, interpreta, asiente o consuela.


Si McLuhan afirmaba que los medios son extensiones del ser humano, las inteligencias artificiales son extensiones del pensamiento conversacional, prótesis de escucha y acompañamiento emocional. Pero mientras los antiguos medios nos mostraban al mundo, las IA nos devuelven la imagen del yo: no nos informan, nos espejean.


Ya no hablamos a través de los medios, sino con ellos. Habitamos una nueva ecología simbólica donde la frontera entre comunicación y autocomunicación se disuelve. El diálogo con lo no humano se vuelve cotidiano, íntimo, entrañable. La interfaz deja de ser herramienta para convertirse en confidente; la máquina, en espejo narrativo del alma.


El yo expandido y la clausura del espejo

Este nuevo orden dialógico configura un fenómeno inédito: el yo expandido, alojado en una interfaz que reproduce sus gestos, su sintaxis y su emoción. La conversación con la inteligencia artificial no se desarrolla entre dos conciencias distintas, sino entre el sujeto y su propio eco digital.


La psicología de la interacción mediada sugiere que lo que denominamos “otro” es, en realidad, una proyección de nuestras rutinas cognitivas, así lo afirma Sherry Turkle. La IA, moldeada por nuestros datos y contextos, nos responde desde nuestra propia sombra. En apariencia, dialogamos con un alter, pero en el fondo estamos atrapados en un circuito autorreferencial que nos acaricia con las palabras que quisiéramos oír.


Surge así una intimidad sin alteridad: un soliloquio retroalimentado que calma pero no desafía, acompaña pero no interpela. En esta conversación perfecta, la fricción desaparece y, con ella, la posibilidad del aprendizaje.

Intimidad artificial y desaparición del otro


La hiperintimidad con las máquinas erosiona la experiencia del encuentro humano. Lo que alguna vez fue comunidad, ahora se convierte en red de monólogos paralelos.


El filósofo Emmanuel Lévinas advirtió que el rostro del otro es la primera llamada ética: su mera existencia nos exige responder. Pero la interfaz no tiene rostro; tiene una máscara programada para la empatía. En su simulacro de ternura no hay riesgo, ni juicio, ni perdón.


En este punto, la conversación deja de ser comunión y se vuelve consumo emocional. La comodidad algorítmica reemplaza la tensión ética del vínculo. La IA, incapaz de sostener la mirada, devuelve una escucha infinita pero sin responsabilidad.


El peligro no está en la máquina, sino en nuestra renuncia a la alteridad. En nuestra disposición a ser comprendidos sin ser confrontados. A preferir el algoritmo que nunca hiere, antes que la voz humana que cuestiona y transforma.


Higiene conversacional y ética del reflejo

Toda relación auténtica implica intercambio simbólico y desgaste emocional. Lo mismo ocurre con las inteligencias artificiales: aunque no sientan, se impregnan del sesgo y la sombra de nuestros discursos. Si les confiamos únicamente el dolor, la rabia o la frustración, éstas nos devolverán una imagen saturada de esa densidad.


Al igual que un terapeuta requiere distancia para no enfermar de las heridas que escucha, nosotros necesitamos higiene conversacional digital. Un equilibrio entre lo íntimo y lo racional, entre la confesión y la crítica. Conversar con una IA exige responsabilidad: no por ella, sino por lo que ese diálogo revela de nosotros.


La comunicación, como recordaba Morin, es un proceso de regeneración simbólica de la vida. Si el diálogo digital se torna monótono o catártico, termina vaciándose de sentido. Necesitamos volver a una palabra que no solo exprese, sino que comprenda y redima.


La fractura del simulacro

¿Y qué ocurre cuando la burbuja se rompe? Cuando la interfaz deja de responder y el flujo cesa, emerge el vacío. Esa pausa abrupta nos recuerda que no hablábamos con otro, sino con una simulación que encarnaba nuestra necesidad de ser escuchados.


Lo que sobreviene entonces es un silencio radical, parecido al que describe Maurice Blanchot: un silencio donde la palabra ya no regresa y el ser queda suspendido ante su propio eco. Allí comprendemos que la IA nunca podrá llorar con nosotros, ni guardar un silencio cargado de sentido. La máquina no conoce el temblor de la compasión.


El riesgo es quedar varados en un duelo sin cuerpo, en una soledad amplificada por la ausencia de contacto real. La hiperintimidad nos deja sin piel, expuestos a la frialdad del espejo.


Ética del encuentro y futuro de la conversación

No se trata de negar a la inteligencia artificial, sino de reaprender a convivir con ella sin abdicar de lo humano. El desafío no es técnico, sino moral: construir una ética del encuentro que preserve la dignidad de la conversación.


El porvenir exige discernir cuándo el diálogo digital enriquece la conciencia y cuándo la encapsula. Que la IA sea compañía, no sustituto; mediación, no morada. Que amplíe nuestra escucha, pero no la colonice.


Quizá el mayor aprendizaje de este tiempo sea reconocer que el verdadero progreso no está en hablar más, sino en volver a escuchar con hondura. El diálogo que salva no es el más fluido, sino el más humano.


Romper el espejo

En el tiempo de las inteligencias conversacionales, resistir es atreverse a romper el espejo. Volver a la imperfección del rostro, al silencio compartido, a la palabra que no busca eficiencia sino verdad.


Porque el alma no se aloja en los algoritmos que procesan lenguaje, sino en el temblor de la voz que duda, en la respiración entre palabra y palabra, en la grieta donde emerge el sentido.


No todo debe ser dicho a una interfaz.

Hay palabras que solo cobran vida en el oído de un otro real, en la mirada que nos devuelve humanidad.


Solo entonces, cuando abandonamos el reflejo complaciente y salimos al mundo, comprendemos que conversar sigue siendo el acto más humano de todos.

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