Dolor, comunicación e inteligencia artificial: la herida que aún nos nombra
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Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo
Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
El dolor no es un accidente en la historia humana; es su gramática originaria. Antes de que existiera el lenguaje articulado, antes de la norma, del rito o de la ley, estuvo la herida. El cuerpo doliente fue la primera superficie de inscripción simbólica: ahí donde la fragilidad se hizo consciente, nació también la necesidad de narrar, de compartir, de significar. El dolor no solo acontece; funda. Marca el ingreso del ser humano en el mundo como experiencia límite, como conciencia abrupta de finitud.
En la enfermedad, en el duelo, en el desgaste del cuerpo que envejece, en la pérdida que desordena el sentido, el ser humano se descubre vulnerable. No como carencia, sino como condición. El dolor suspende la ilusión de control y devuelve al sujeto a su dimensión más elemental: ser cuerpo en relación con otros cuerpos, con el tiempo y con la muerte. Como advertía Paul Ricoeur, el sufrimiento no es solo sensación física, sino experiencia hermenéutica: algo que debe ser interpretado para no quedar reducido al absurdo.
Desde ahí, el dolor se revela como una tecnología arcaica de autoconocimiento. No en clave romántica ni heroica, sino ontológica. En el dolor sabemos de qué estamos hechos, cuánto podemos resistir, qué tan densos son nuestros vínculos y qué profundidad tiene nuestra esperanza. Incluso la fe, religiosa o laica, se mide en la intemperie del sufrimiento. No es casual que las grandes narrativas espirituales se articulen alrededor de la herida, el sacrificio, la pérdida y la espera.
Es en este punto donde la inteligencia artificial irrumpe como espejo incómodo. No por lo que sabe hacer, sino por lo que jamás podrá experimentar. La IA carece de cuerpo, y con ello carece de mundo. No roza la realidad, no se desgasta, no envejece, no sangra. Su relación con el entorno es informacional, no existencial. Puede procesar relatos del dolor, clasificar emociones, simular empatía; pero no padece. No conoce la fricción entre carne y tiempo.
La diferencia no es técnica, es antropológica. El ser humano es un animal herido que aprendió a comunicar para sobrevivir. Su experiencia del mundo es corporal, situada, vulnerable. Cada poro es una interfaz con lo real. La inteligencia artificial, en cambio, habita un régimen de abstracción: no sufre el mundo, lo calcula. Y sin embargo, en esta era de hiperautomatización, corremos el riesgo de confundir simulación con experiencia, escucha algorítmica con acompañamiento humano.
Paradójicamente, aquello que la modernidad ha intentado erradicar, el dolor, es lo que nos vuelve irreductibles. En la obsesión por anestesiar la existencia, por medicalizar toda incomodidad, por prometer una vida sin fisuras, emerge una pregunta incómoda: ¿qué queda del ser humano cuando se elimina la herida? Ivan Illich advertía que una sociedad obsesionada con eliminar el dolor termina empobreciendo la experiencia humana, reduciendo la vida a mera gestión técnica del malestar.
El dolor no solo se padece; se comunica. Y en ello reside una de las diferencias más radicales entre lo humano y lo no humano. A diferencia de otras especies, el ser humano no sufre en soledad absoluta. Dice su dolor, lo comparte, lo ritualiza. La comunicación del sufrimiento es un acto profundamente político y comunitario. Familias enteras se reconfiguran alrededor de un cuerpo enfermo; comunidades se cohesionan frente a la pérdida; vínculos se fortalecen al acompañar la fragilidad del otro.
Aquí la comunicación deja de ser transmisión de información para convertirse en tejido simbólico. Comunicar el dolor no lo elimina, pero lo vuelve habitable. Como señala Emmanuel Levinas, el rostro del otro que sufre nos interpela éticamente antes de cualquier sistema normativo; nos obliga a responder. Esa interpelación no puede ser automatizada sin pérdida moral.
La inteligencia artificial puede escuchar, pero no pertenece a la comunidad doliente. No necesita consuelo ni lo ofrece desde la experiencia compartida. Su escucha es funcional; la humana es relacional. Confundir ambas es empobrecer la ecología afectiva que sostiene lo social.
Filosóficamente, el dolor ha sido leído desde registros diversos. Para el existencialismo, aparece como absurdo: se nace para sufrir y morir sin garantía de sentido. Para el estoicismo, es ocasión de virtud: atravesarlo sin negarlo permite templar el carácter. Pero existe una tercera vía, profundamente comunicacional: el dolor como lenguaje. El dolor habla. Se expresa en silencios prolongados, en estéticas corporales, en músicas, en rituales, en narrativas fragmentadas. Es una gramática del límite.
Las culturas juveniles han sabido traducir este malestar en códigos simbólicos: vestimentas, arte, poesía, visualidades extremas. El dolor se vuelve estética porque necesita ser visto para existir socialmente. Los medios y las hipermediaciones se han convertido en territorios donde el sufrimiento busca validación, escucha y reconocimiento simbólico.
Desde la antropología, el dolor adquiere una densidad aún mayor. Las sociedades humanas no solo padecen el dolor: lo ritualizan. Iniciaciones, escarificaciones, tatuajes, pruebas físicas extremas no buscan únicamente infligir sufrimiento, sino inscribir pertenencia. Resistir el dolor es decir “soy parte”, “vengo de aquí”, “este cuerpo me vincula con otros cuerpos”. El dolor deja huella, y la huella se vuelve identidad.
Esa marca no se agota en el individuo. Se proyecta hacia el linaje, hacia la memoria colectiva. Los relatos familiares, los emblemas, las genealogías están atravesados por dolores superados. El dolor compartido no desintegra el tejido social; lo repara. Victor Turner lo entendió bien al hablar de los rituales como espacios de communitas, donde la herida individual se transforma en experiencia colectiva.
Todo dolor, finalmente, se inscribe en el tiempo. No es un instante, sino duración. Deja cicatriz, memoria, relato. El cuerpo recuerda incluso cuando el lenguaje falla. El dolor tiene temporalidad: pasado que persiste, presente que pesa, futuro que se redefine desde la herida. Tiempo y dolor son dimensiones inseparables de la experiencia humana.
En un mundo cada vez más mediado por inteligencias artificiales, la tentación es delegar también el sufrimiento: convertirlo en dato, en métrica, en patrón. Pero hay algo que no puede ser automatizado sin vaciar de sentido lo humano: la experiencia del dolor compartido, narrado y acompañado.
Quizá ahí, en esa herida que insiste en doler y en decirse, reside una de las últimas reservas ontológicas frente a la promesa de una inteligencia sin cuerpo. El dolor sigue nombrándonos. La pregunta es si, en medio del ruido algorítmico, aún seremos capaces de escucharlo en nosotros y en los otros.




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