Verdad simulada, mentira compartida: una arqueología del engaño digital
- 12 ago
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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
La mentira en red no necesita disfraz. Le basta con parecer posible, con tocar alguna emoción dormida, con confirmar lo que ya creíamos. Vivimos en la era de lo verosimil, donde todo parece verdadero y creíble, donde todo es cuestionable pero poco es cuestionado.
En el teatro contemporáneo de la desinformación, la verdad no muere por asfixia sino por repetición: se desvanece al ser sustituida por copias que simulan su textura, su gramática, su aura.
¿Y si el verdadero peligro no fuera la falsedad en sí, sino el modo en que hemos aprendido a reconocerla? Porque la falsedad moderna no se impone como error, sino como exceso de sentido. Como decía Jean Baudrillard, “la simulación no es lo falso frente a lo verdadero, sino lo más real que lo real”.
Desde la experiencia de Peter Cunliffe-Jones, autor del texto: "Four questions to ask to detect false news online", la advertencia es clara: incluso los académicos, los supuestos guardianes de la verdad, caen —y caemos— en las redes de lo falso. Porque las “noticias falsas” ya no son simples errores de hecho. Son construcciones afectivas, ficciones plausibles, narrativas con eficacia simbólica. Y porque en el fondo, todos deseamos que ciertas mentiras sean verdad.
El algoritmo de la credulidad
Los cuatro pasos sugeridos por Cunliffe-Jones no son simples recomendaciones técnicas. Son una ética en acción, una práctica de sospecha que recuerda la mirada del arqueólogo: escarbar bajo el fragmento para hallar su contexto, su procedencia, su intención oculta.
1. ¿De dónde viene la afirmación?
No basta con que el contenido esté bien escrito, ni con que el diseño sea elegante. La posverdad se disfraza de ciencia, de testimonio, de evidencia. Solo una arqueología del origen puede revelar su manufactura ideológica.
2. ¿Qué dicen otras fuentes confiables?
No para confirmar, sino para contrastar. Porque la verdad no es un consenso, sino una tensión. Es el entrelugar donde las fuentes se enfrentan, donde el lector se convierte en juez y no en consumidor.
3. ¿Qué sesgo personal podría hacerme caer?
Esta pregunta es una confesión: todos tenemos puntos ciegos, todos queremos creer en lo que nos conforta. Como advirtió Nietzsche, “no hay hechos, solo interpretaciones”. Y a veces, las nuestras nos ciegan.
4. ¿Cuál es el contexto real de lo dicho o mostrado?
En un mundo de recortes virales, el sentido ha sido mutilado. La frase fuera de lugar, el rostro congelado en un gesto ambiguo, la imagen sin su antes ni su después. Todo puede volverse arma en la guerra de la percepción.
Infodemia: el colapso de la verdad compartida
Lo que está en juego no es la exactitud de una nota, sino la salud del espacio público. Como lo advirtió la Global Risks Report 2025 del Foro Económico Mundial, la desinformación no es solo una amenaza para la política, sino para la estabilidad emocional, para la democracia, para la ciencia, para la posibilidad misma de construir consensos.
El riesgo más grave no es que creamos en noticias falsas, sino que dejemos de creer en cualquier noticia. Que la sospecha radical erosione la confianza epistémica. Que ya no sepamos distinguir entre verdad, ficción y propaganda.
En palabras de Sander van der Linden, “la mejor defensa contra la desinformación no es la censura, sino la inmunidad cognitiva”. Y esa inmunidad se construye como se construyen los saberes duraderos: con tiempo, con método, con humildad ante lo que no sabemos.
Las mentiras de hoy no quieren ser descubiertas; quieren ser compartidas. Circulan con urgencia, con eficacia memética, con brillo emocional. Ante ello, solo queda una tarea verdaderamente revolucionaria: pensar antes de creer. Desconfiar antes de compartir. Leer antes de reaccionar.
Porque en una época en la que todo puede parecer verdad, el mayor acto de resistencia es preguntarse: ¿y si no lo fuera?




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