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¿Puede una máquina ser inteligente? Reflexiones sobre la singularidad, la autenticidad y el porvenir humano

  • 8 may
  • 4 Min. de lectura


 Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo

Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


La inteligencia como espejo: lo humano frente a la máquina

La inteligencia ha sido, desde la antigüedad, un concepto esquivo y profundamente humano. Entendida como la capacidad para aprender, adaptarse, resolver problemas y reflexionar sobre uno mismo, se manifiesta en múltiples dimensiones: lógico-matemática, emocional, creativa, social. A diferencia de una mera acumulación de datos o respuestas eficientes, la inteligencia humana integra contexto, intuición, ética y sentido.

Cuando nos preguntamos si una máquina puede ser inteligente, en realidad estamos interrogando los límites de lo humano. ¿Es suficiente procesar información, simular emociones, generar texto coherente o vencer humanos en juegos complejos para ser considerado inteligente? ¿O la inteligencia exige también autoconciencia, voluntad, sensibilidad moral, experiencia subjetiva?

 

Máquinas que razonan, humanos que sienten

La inteligencia artificial, en su forma actual, ha demostrado competencias extraordinarias en áreas específicas: reconocimiento de patrones, procesamiento del lenguaje natural, diagnóstico médico, generación creativa. Pero estas competencias son fragmentarias. La IA carece de intencionalidad, de emociones genuinas, de un “yo” que observe, interprete y transforme el mundo desde una perspectiva vivida.

Podemos decir, con propiedad filosófica, que la inteligencia de la máquina es instrumental, mientras que la del ser humano es existencial. Mientras la IA optimiza, el ser humano interpreta. Mientras la IA responde, el ser humano se pregunta.

 

La singularidad: ¿punto de inflexión o mito contemporáneo?

El concepto de singularidad tecnológica —la hipotética irrupción de una superinteligencia que se automejora exponencialmente— plantea escenarios inquietantes. Futuristas como Ray Kurzweil predicen su llegada en torno a 2045. Sin embargo, muchos expertos advierten que la conciencia, la intencionalidad y la ética no son emergentes automáticos de una mayor capacidad de cómputo. La singularidad, más que una inevitabilidad técnica, es una narrativa cultural que proyecta deseos y temores profundamente humanos sobre el porvenir.

 

Autenticidad en tiempos de simulación

Frente a máquinas que emulan nuestros lenguajes, nuestras emociones y hasta nuestras decisiones, la autenticidad se convierte en una forma radical de resistencia. Ser auténtico no es solo evitar la imitación; es asumir con conciencia la responsabilidad de ser, de sentir, de construir sentido desde la experiencia propia. En la era de la inteligencia artificial, ser auténtico implica reconocer lo irreductible del sujeto humano: su fragilidad, su ética, su deseo de trascendencia.

 

¿El mejor momento para pensar en lo humano?

Este momento de aceleración tecnológica es también una invitación urgente a repensar la condición humana. En lugar de deslumbrarnos con los logros de la IA, deberíamos aprovechar esta coyuntura para profundizar en lo que nos hace humanos: la capacidad de preguntar, de dudar, de crear, de amar. Porque solo así podremos guiar el desarrollo tecnológico hacia una dirección humanista, ética y corresponsable.

 

La inteligencia, más allá de la máquina

La inteligencia no debe entenderse únicamente como capacidad técnica, sino como una forma de habitar el mundo con conciencia, sensibilidad y responsabilidad. La IA podrá emular aspectos de nuestra cognición, pero mientras carezca de subjetividad, de contexto y de ética, seguirá siendo una herramienta —poderosa, sí, pero sin alma.

Nuestra tarea no es competir con las máquinas, sino redescubrir el valor de lo humano en un mundo cada vez más automatizado. Como escribiera el filósofo Günther Anders no somos anticuados por culpa de la técnica, sino por haber renunciado a nuestra capacidad de interrogarnos éticamente sobre ella: La inmoralidad o la culpa hoy no consiste en la sensualidad o la infidelidad o la deshonestidad o la inmoralidad, ni siquiera en la explotación, sino en la falta de imaginación. Y que, por el contrario, el primer postulado de hoy es: Expande tu imaginación para que sepas lo que estás haciendo.

 

¿Podemos seguirle llamando “inteligencia” artificial?

Desde una perspectiva epistemológica crítica, llamar “inteligencia” a la inteligencia artificial es, en muchos sentidos, una concesión retórica más que una descripción precisa. El término arrastra una polisemia que, en el caso humano, alude a procesos cognitivos integrales —aprendizaje, comprensión, intención, conciencia, juicio ético— que las máquinas aún no poseen.

Lo que hoy denominamos inteligencia artificial opera en realidad como una sofisticada automatización algorítmica del cálculo, la clasificación y la predicción, sin conciencia de contexto, sin sentido de propósito y sin experiencia subjetiva. En este sentido, y para evitar equívocos antropomórficos, podríamos sugerir un cambio terminológico que refleje mejor lo que realmente hacen estos sistemas. Algunas propuestas emergentes incluyen:

·       “Procesamiento algorítmico avanzado”, que subraya su base computacional.

·       “Cognición simulada”, que reconoce la imitación de ciertos aspectos de la inteligencia humana.

·       “Sistemas de inferencia estadística automatizada”, aunque técnico, describe su mecanismo.

·       “Inteligencia sintética”, término usado por algunos teóricos para diferenciarla de la humana sin perder su carga funcional.

Autores como Luciano Floridi y José María Lassalle ya advierten sobre los riesgos de mantener un lenguaje antropocéntrico y metafórico que invisibiliza el carácter instrumental de estas tecnologías. Llamarla “inteligente” sin más, puede llevarnos a sobredimensionar sus capacidades, a delegar en ella decisiones que deberían ser humanas, o incluso, a proyectar sobre la máquina cualidades que no posee —como empatía, intención o sentido común.


Quizá debamos reservar el término “inteligencia” para aquello que emerge no solo de la lógica formal, sino del entrelazamiento entre razón, emoción, ética y experiencia vivida. Nombrar con precisión no es un lujo semántico, sino una responsabilidad política y ontológica en la era de los algoritmos.

Desde una perspectiva crítica y semánticamente responsable —especialmente en un contexto académico que exige precisión y profundidad—, podríamos optar por llamarle “cognición artificial simulada”.

Este término permite establecer tres distinciones clave:

·       Cognición, porque estos sistemas no solo calculan, sino que también procesan, clasifican y generan respuestas a partir de patrones complejos, emulando ciertas funciones cognitivas humanas.

·       Artificial, para subrayar su carácter no natural, no biológico, no emergente de una vida consciente, sino resultado del diseño y entrenamiento por parte de seres humanos.

·       Simulada, como salvaguarda ontológica: lo que ocurre en estos sistemas no es comprensión, ni intención, ni inteligencia en sentido fuerte. Es una imitación funcional, un espejo de nuestras estructuras de datos, sin experiencia interna.

Este término evita la trampa del antropomorfismo y nos recuerda que estamos ante un artefacto técnico, una interfaz de comunicación, cuya “inteligencia” es prestada, no originaria; que simula sentido, pero no lo vive; que genera lenguaje, pero no mundo.

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