Propaganda política digital: dilemas éticos de la democracia conectada
- 17 oct
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Alberto Ruiz-Méndez

¿Qué tan libre puede ser una elección en la era de los algoritmos? La pregunta parece abstracta, pero define uno de los desafíos más urgentes de nuestra vida pública. La propaganda política ya no es el spot televisivo que todos veíamos durante la cena, ni el mitin con banderas y micrófono en mano. Hoy llega a la pantalla de cada ciudadano de manera silenciosa, personalizada y emocionalmente dirigida. El mensaje político dejó de ser público: se volvió íntimo
Durante décadas, la comunicación política se entendía como un intercambio visible entre actores: los partidos, los medios y la ciudadanía. Los mensajes estaban a la vista y podían ser discutidos, criticados o refutados. En cambio, el ecosistema digital opera en la invisibilidad del algoritmo. Cada usuario recibe un mensaje distinto, diseñado para reforzar sus creencias, emociones y temores. En lugar de un espacio común de deliberación, tenemos un mosaico de realidades fragmentadas.
El primer dilema ético surge justo ahí: cuando la personalización se convierte en manipulación. Las campañas digitales pueden identificar públicos vulnerables —por edad, ideología, género, nivel socioeconómico o intereses— y ajustar los mensajes para maximizar su impacto. La línea entre informar y persuadir se diluye. El ciudadano ya no decide con base en argumentos compartidos, sino bajo la influencia de un flujo de mensajes diseñados para tocar sus emociones más profundas. Es una persuasión invisible, emocionalmente eficaz, pero éticamente riesgosa.
El segundo dilema tiene que ver con la transparencia. En una democracia, la ética de la comunicación se sostiene en el principio de que los ciudadanos deben saber quién les habla y con qué propósito. Sin embargo, en la política digital, esa transparencia se desvanece. La mayoría de los votantes ignora quién paga los anuncios que aparecen en su red social, cómo se seleccionan o qué datos personales fueron utilizados para llegar a ellos. Las plataformas tecnológicas almacenan esa información como si se tratara de un secreto comercial, y los partidos la aprovechan como si fuera un tesoro.
La comunicación política se convierte, entonces, en un intercambio desigual: el político conoce al ciudadano con una precisión milimétrica, mientras que el ciudadano apenas sabe quién está detrás del mensaje que recibe.
En este panorama, resulta insuficiente pensar solo en la regulación legal. Las leyes pueden establecer límites, exigir transparencia o sancionar la desinformación, pero la dimensión ética va más allá del marco jurídico. Se trata de reconocer la responsabilidad compartida que tienen tres actores fundamentales: los partidos, las plataformas y los ciudadanos.
Los partidos políticos deberían asumir que no todo lo técnicamente posible es éticamente aceptable. La segmentación extrema, la difusión de mensajes falsos o el uso de bots son estrategias que pueden ganar votos, pero al costo de erosionar la confianza pública.
Las plataformas digitales, por su parte, deben aceptar que no son simples intermediarias neutras. Al decidir qué mostrar, a quién y con qué frecuencia, se convierten en mediadoras del espacio público. Tienen poder editorial, aunque lo nieguen.
Finalmente, los ciudadanos no pueden quedar fuera de esta ecuación. La ética de la comunicación no solo se ejerce desde el emisor, sino también desde el receptor. Requiere desarrollar una alfabetización digital que nos permita reconocer la intención detrás de los mensajes, verificar fuentes y resistir la tentación del clic fácil. En la democracia conectada, la autonomía del ciudadano se defiende con pensamiento crítico.
El problema de fondo no es solo la desinformación, sino la asimetría de poder comunicativo. En la política digital, quienes diseñan los mensajes conocen más de nosotros que nosotros de ellos. Y ese conocimiento desequilibrado se traduce en influencia. Por eso, el debate sobre la ética de la propaganda digital no es un lujo académico: es una cuestión de justicia democrática.




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