El micrófono eterno: la política mexicana desde la mañanera
- 3 oct
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Alberto Ruiz-Méndez

¿Qué pasaría si un presidente hablara todos los días, sin pausa, sin filtros, frente a millones de personas? En México, la respuesta lleva ya más de cinco años transmitiéndose en vivo a primera hora de la mañana. Las conferencias matutinas —conocidas simplemente como “las mañaneras”— no son solo ruedas de prensa: se han convertido en un ritual político y en un laboratorio de comunicación que está marcando la forma en que entendemos la relación entre gobierno, medios y ciudadanía.
Lo primero que llama la atención es su frecuencia. Nunca antes en la historia política mexicana un mandatario había sostenido un espacio de comunicación directa tan constante, largo y central en la vida pública. Las mañaneras no descansan: se han mantenido como un ejercicio cotidiano, incluso en giras o periodos de crisis. Este ritmo genera un efecto inmediato: lo que se dice ahí obliga a los medios de comunicación a reaccionar y, en la práctica, establece la agenda diaria.
La primera hipótesis que surge es clara: las mañaneras son un dispositivo de control de la conversación pública. No importa tanto el tema, sino que se hable de lo que el presidente decide poner en primer plano. Una declaración sobre seguridad, un comentario sobre la oposición o un señalamiento hacia medios críticos se convierten rápidamente en titulares y debates que marcan el pulso del día. La prensa puede cuestionar, pero lo hace siempre dentro del marco que ya está trazado desde esa tribuna.

La segunda hipótesis tiene que ver con el carácter de espectáculo político. Las mañaneras no están pensadas para convencer a toda la ciudadanía, sino para fortalecer el vínculo con una base social fiel. Funcionan como un acto de reafirmación, donde se refuerza la identidad de “pueblo” frente a “élites” o “adversarios”. La lógica es clara: mientras más se tensiona el espacio con críticas externas, más se refuerza la cohesión interna de quienes encuentran en el presidente una voz que los representa frente a los poderes tradicionales.
En ese sentido, las mañaneras operan también como un espacio de polarización. No solo informan: confrontan, califican, etiquetan. Y en esa confrontación, se delimita quiénes son aliados y quiénes enemigos. No es casual que los choques más sonados se hayan dado cuando periodistas críticos o actores opositores son aludidos directamente. El presidente habla y, en ese mismo acto, coloca a las audiencias frente a un dilema: estar de un lado o del otro.
Las mañaneras también son un archivo vivo de las narrativas populistas en el siglo XXI. En ellas encontramos los elementos clásicos de un discurso que apela a la gente común frente a los poderosos, que denuncia a las élites y que construye un nosotros incluyente contra un ellos amenazante. Pero no solo son un registro: son un ensayo permanente de estrategias que, más allá de este sexenio, podrían replicarse en otros gobiernos. Lo que empezó como un experimento ha terminado por configurar un modelo de comunicación política con efectos duraderos.
Queda entonces una pregunta de fondo: ¿fortalecen o debilitan las mañaneras la democracia? La respuesta no es sencilla. Por un lado, abren una ventana de acceso directo a la palabra presidencial; cualquier ciudadano con internet puede escuchar al presidente sin intermediarios. En una democracia marcada por la desconfianza hacia los medios tradicionales, este gesto puede interpretarse como un acto de transparencia y cercanía. Pero, al mismo tiempo, se corre el riesgo de saturar el espacio público con una sola voz, reduciendo la pluralidad de temas y acentuando la verticalidad del mensaje.
En última instancia, las mañaneras son un espejo de nuestra democracia. Reflejan, al mismo tiempo, apertura y control; cercanía y confrontación; transparencia y saturación. Nos muestran las tensiones propias de un país que debate cada día no solo qué futuro quiere construir, sino también cómo quiere narrarlo.




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