Metáforas en ruinas: el temblor del lenguaje en la era post-digital
- 3 jul
- 5 Min. de lectura

Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo
Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
La metáfora no es ornamento, es origen
El mundo no comenzó con el dato, sino con la imagen. Con una comparación imposible, con un salto entre lo tangible y lo invisible y con ello, vino la palabra. Antes que definiciones, tuvimos metáforas. La metáfora es esa grieta en el lenguaje donde lo real se abre como posibilidad. No es recurso retórico, sino forma primera del pensamiento; no es adorno, es estructura. Nombramos por metáforas porque no podemos acceder a la totalidad del mundo. Metaforizamos porque no sabemos.
Nietzsche lo dijo con brutal claridad: la verdad es un ejército de metáforas que han perdido su fuerza. Metáforas muertas que caminan disfrazadas de conceptos. Lo que llamamos “realidad” es, entonces, una acumulación de imágenes que han dejado de temblar. El trabajo del filósofo —y más aún del poeta— es devolverles el temblor, resucitarlas. O mejor: inventar otras que aún no hayan sido domesticadas por el hábito o la técnica.
Borges y el laberinto de los espejos
Borges, ese cartógrafo de lo inefable, comprendió que la metáfora no es un puente, sino un laberinto. Una forma de perdernos para volver a encontrarnos. En sus cuentos y ensayos, la metáfora es espejo, sombra, enigma. Es búsqueda y extravío. Es un gesto que apunta hacia algo que se resiste a ser dicho, una intuición que se materializa en el filo de las palabras.
Pero Borges también sabía que las metáforas envejecen, que se agotan, que se repiten. En su ensayo “El arte de injuriar”, señala que las metáforas más poderosas se convierten en clichés cuando se repiten sin vértigo. De ahí que el poeta tenga una obligación moral: renovar las imágenes del mundo para poder seguir viviéndolo. Nombrar no solo lo que se ve, sino lo que aún no ha sido visto.
Y sin embargo, nos advirtió: algunas metáforas no son puertas, sino trampas. Nos hacen creer que comprendemos, cuando solo nos reflejamos. Son espejos vacíos que nos devuelven una simulación de sentido. Hoy, en la era post-digital, pareciera que vivimos rodeados de esos espejos.
Metáforas programadas: el espejismo digital del sentido
La era digital no ha producido una revolución semántica, sino una proliferación de metáforas desgastadas. Hablamos de la “nube” como si fuera el cielo, cuando es un centro de datos que consume energía y vigila cuerpos. Decimos “navegar” como si estuviéramos explorando el océano, cuando estamos siendo dirigidos por un algoritmo que conoce mejor nuestro deseo que nosotros mismos. Invocamos al “algoritmo” como oráculo, cuando es solo una fórmula estadística que refleja los sesgos de quienes lo programan.
En estos ecosistemas, la metáfora no revela: anestesia. No abre mundos: los ordena y los normaliza. La metáfora digital dominante es aquella que sirve al mercado, a la usabilidad, a la eficiencia, a los nuevos modos de producción y nueva esclavitud. No hay espacio para el misterio, la ambigüedad, lo poético. Hemos pasado del temblor a la plantilla, de Foucault a Photoshop.
Pero lo más inquietante no es la metáfora repetida, sino la metáfora generada por la inteligencia artificial. Hoy, sistemas como GPT o DALL·E producen imágenes, poemas, comparaciones que simulan ser metáforas. Y sin embargo, no provienen de una experiencia vivida, ni de un dolor, ni de una memoria. Son metáforas sin carne. Simulacros de revelación.
La IA no metaforiza el mundo; lo correlaciona. Y al hacerlo, reemplaza el acto poético por la estadística, el salto por la interpolación, el símbolo por la fórmula. El resultado es una uniformización del sentido, una estética de lo probable. Un mundo sin metáforas verdaderas.
El derecho a una nueva figuración del mundo
Lo que está en juego no es solo una crisis estética. Es una crisis existencial. Porque no hay experiencia del mundo sin imagen fundante. Si el lenguaje pierde su capacidad de metaforizar, perdemos también la posibilidad de reinterpretar lo real. Nos quedamos con palabras que ya no rasgan la superficie. Y como advertía Wittgenstein, “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Si las metáforas se agotan, el mundo se encoge.
Hoy, nos hacen falta metáforas para el exceso, la soledad hiperconectada, el deseo programado, la melancolía del dato, la desaparición del cuerpo, la saturación del yo, la fatiga del presente. Nos hacen falta imágenes para hablar del alma en un mundo que ya no cree tenerla.
Metáforas para nombrar:
la asfixia de la velocidad;
la desaparición de la experiencia;
el simulacro que sustituye la epifanía;
el algoritmo que predice el amor sin haber amado;
el rostro digital que no envejece ni muere.
El nuevo oficio del poeta en la era post-digital
La tarea ya no es embellecer. La tarea es resistir. El poeta no es el que juega con las palabras, sino el que les devuelve su capacidad de abrir lo no dicho. En un mundo saturado de metáforas programadas, el poeta es quien rasga el lenguaje hasta que vuelva a sangrar sentido.
Como en tiempos antiguos, su oficio es peligroso. Porque en un sistema que todo lo cuantifica, el símbolo verdadero desordena, incomoda, interrumpe. Una metáfora verdadera puede desactivar un protocolo, puede cuestionar una narrativa, puede devolver el temblor a una existencia anestesiada.
No se trata de nostalgia. No salir a quemar las naves, ninlas máquinas. No pedimos volver a Homero ni a los profetas. Pedimos una poética crítica de la era postdigital, una estética del desvío. Nuevas metáforas no para adornar el colapso, sino para nombrarlo con lucidez y ternura. Para abrir espacio a lo que todavía no ha sido pensado. Quizá eso sea la puerta a la esperanza y la caricia que ofrece la palabra.
Nombrar el silencio que viene
Lo post-digital no será el fin de lo tecnológico. Será el momento en que descubramos que el lenguaje ya no nos pertenece, que habla por nosotros sin pasarnos por dentro. Si no construimos nuevas metáforas, si no cultivamos nuevas formas de decir lo inefable, el mundo que habitamos será un mundo sin revelación.
Y entonces solo quedará el silencio. Pero no el silencio fecundo del poema y la revelación, sino el silencio automatizado de una semántica sin alma.
Hoy más que nunca, necesitamos poetas que reescriban las metáforas del mundo. No para explicarlo, sino para volver a sentirlo; para habitarlo. Para que el lenguaje vuelva a ser lugar de encuentro. Para que el decir vuelva a ser forma de cuidar. Son los tiempos del regreso de hijo pródigo. Hay que regresar a la casa, a la morada del ser.
Porque si la metáfora se apaga, no solo perdemos el lenguaje. Perdemos la posibilidad de habitar un mundo que todavía tenga sentido.




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