Los algoritmos no pueden enseñar el alma
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Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
Hoy que se confunde conocimiento con almacenamiento, la docencia se ha convertido en una forma de resistencia. Frente al espejismo de la inteligencia artificial que promete eficiencia y personalización, la voz del maestro sigue siendo la grieta por donde entra la luz. No hay código que pueda replicar el temblor de una mirada que comprende o el silencio que antecede a una pregunta transformadora.
La materia viva del aula
La reciente campaña de la UNESCO —“Teachers cannot be coded”— resuena como una advertencia en tiempos donde los sistemas educativos buscan optimizar al ser humano. En un escenario donde la inteligencia artificial reconfigura el aula, UNESCO recuerda que la educación no comienza con el algoritmo, sino con la presencia. El aula —ese pequeño cosmos de tiza, gestos y pausas— se ha convertido en el laboratorio más sofisticado de la condición humana.
Sin embargo, 44 millones de maestros faltan en el mundo para alcanzar las metas educativas hacia 2030. En un planeta donde las pantallas enseñan más horas que los docentes, la escasez no es sólo de personal, sino de esperanza. El World Summit on Teachers 2025 convocó a repensar el papel del educador no como un engranaje del sistema digital, sino como su conciencia crítica.
La maestra chilena Militza Saavedra Montero lo expresó con sencillez y hondura: la inteligencia artificial puede ser un aliado de aula, pero sólo el maestro enseña a pensar con responsabilidad. Su afirmación evoca la vieja sentencia de Hannah Arendt: “Educar es asumir la responsabilidad del mundo”. Y esa tarea no puede delegarse a una máquina, por más sofisticada que sea su gramática.
Materia y espíritu en tiempos de código
La docencia se sostiene, como toda relación simbólica, en la mediación de cuerpos y palabras. La tecnología, al igual que en los flujos gaseosos de lo digital, tiende a diluir las formas, expandirse hasta ocuparlo todo, evaporando los vínculos que daban densidad al aprendizaje.
En este nuevo ecosistema, los maestros son los alquimistas de lo intangible: dan forma al pensamiento en medio de la volatilidad informativa. Sin ellos, el aula corre el riesgo de convertirse en un flujo continuo de datos sin significación. Pierre Bourdieu nos recordaba que “toda práctica pedagógica es una práctica de transmisión simbólica”; y el símbolo, a diferencia del dato, requiere encarnación, contexto, mirada.
La inteligencia artificial no enseña a dudar. Puede ofrecer respuestas, pero no confronta al sujeto con su propio vacío, con la experiencia de aprender desde la incertidumbre. La educación no es un proceso de transferencia, sino de transfiguración. Un maestro es, ante todo, un mediador entre mundos: el del saber y el del ser.
El aula como último refugio de lo humano
En las aulas del siglo XXI, los jóvenes aprenden entre pantallas y protocolos. Son herederos de una ecología mediática donde la conexión sustituye a la comunión. Sin embargo, ahí donde las interfaces median la vida, el docente se vuelve la interfaz del sentido.
La enseñanza no consiste sólo en instruir; es un acto poético y político. Poético, porque da forma a lo invisible; político, porque modela la relación con el otro. En un mundo dominado por la lógica algorítmica, enseñar sigue siendo una forma de subversión: una manera de ralentizar el tiempo, de reinstaurar la conversación frente al zumbido incesante de los datos.
La UNESCO lo ha comprendido: el futuro de la educación no es un software, sino una ética. No basta con formar programadores; es urgente formar seres humanos capaces de imaginar, discernir y cuidar.
Los algoritmos pueden predecir patrones, pero no pueden cuidar a un niño que tiembla, ni consolar a quien fracasa, ni inspirar a quien duda. La docencia es una tecnología del alma, una forma de hospitalidad cognitiva que enseña a los otros a habitar el mundo con sentido.
Quizá la pregunta que define a nuestra era no sea cómo integrar la inteligencia artificial a la educación, sino cómo no perder la inteligencia humana en el proceso. Si los maestros no pueden ser codificados, es porque son, todavía, la última línea de defensa de la humanidad frente a su propia automatización.




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