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La universidad del 2030: un sueño por venir

  • hace 18 horas
  • 3 Min. de lectura
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Por Rogelio Del Prado Flores

 

Me esfuerzo por escribir sin el apoyo de la IA-Gen. Me resisto a la tentación de consultarla, de integrarme a ella. Lucho por conservar el gesto humano de pensar con las manos, como decía Heidegger cuando se negaba a escribir a través de una máquina. Mis ideas hoy son escasas; la fatiga me pesa en los ojos. Pero, incluso en el cansancio, resisto a no dejarme seducir por la inteligencia artificial.


En el año 2030, mi hija Fany estará cursando un posgrado, quizá en México, quizá en el extranjero. Lo imagino porque me ha compartido sus inquietudes. Mi otra hija tal vez estudie un doctorado, o quizá una segunda licenciatura. En ambas reconozco una promesa: el deseo de seguir aprendiendo.


Para imaginar ese tiempo, intento pensar con optimismo el mundo que habitarán. Fany y sus compañeros tendrán una visión más ética y más humana de sí mismos y del entorno. Buscarán el equilibrio en todas las dimensiones de su vida: en la alimentación, en el vestir, en la movilidad. Sobre todo, serán más conscientes del fenómeno de la inteligencia artificial. Sabrán discernir los deslumbramientos y espejismos que provocó la empresa de microchips NVIDIA en el momento de su irrupción global. Comprenderán que detrás de cada desarrollo tecnológico se oculta el deseo de ganancia y de dominio del mercado. Serán más críticos —de verdad—, y sus reflexiones no se quedarán en el diálogo o en la discusión académica, sino que se traducirán en un estilo de vida distinto al mío.


La reflexión los llevará a un ritmo menos acelerado, menos instrumental. Tendrán una visión más integral de la educación. Sabrán distinguir con claridad la diferencia entre el aprendizaje y las tecnoherramientas educativas. Valorarán más el encuentro con un texto, un libro, una novela, que los resultados inmediatos ofrecidos por los procesadores de NVIDIA. Preferirán la conversación pausada con una taza de café a la consulta incesante de las redes sociales.


En las aulas del futuro habrá pantallas por todas partes. Las universidades venderán computadoras, laptops, tablets. Las clases serán híbridas y globales: hologramas de profesores extranjeros, estudiantes en simultáneo desde la India, Egipto o Sudáfrica. El profesor será un tecnócrata experto en herramientas digitales, pero ellos —los estudiantes— seguirán encontrando el sentido en un debate, en la lectura colectiva de un poema de Neruda. Cumplirán con las tareas tecnológicas, pero su mente regresará una y otra vez a las ideas que habrán leído en los libros. Bastó una alucinación, un error de consecuencias mundiales, para que comprendieran los espejismos de NVIDIA.


Sabrán que los procesadores no piensan, no sueñan, no sufren el desgaste que implica pensar por uno mismo.


Fany y sus compañeros tendrán esperanza. Habrán reconocido cómo, en los siglos XX y XXI, la humanidad se dejó seducir por el consumo de las grandes corporaciones tecnológicas. Irán a la universidad con emoción, porque allí descubrirán —de nuevo— el sentido de la amistad, del amor y de la esperanza, que son la esencia misma de la vida universitaria.


Tendrán menos pretensiones cientificistas y buscarán, en cada sesión de clase, el propósito más profundo de la existencia. En algún momento se encontrarán con un profesor sensible al latido de su corazón, y en ese encuentro comprenderán que el conocimiento no está en la máquina, sino en el alma que pregunta.

 

Despierto. En la pantalla, Matrix, episodio 1.

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