Los niños de Ghibli y la sed del planeta
- 4 abr
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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
Mientras el mundo aplaude la magia digital que convierte selfies en escenas al estilo Studio Ghibli, un detalle inquietante se evapora —literalmente— con cada clic: el agua que enfría los servidores. Hasta 3.45 litros por imagen. En apenas cinco días, se han esfumado más de 216 millones de litros. Una lluvia artificial de estética y vanidad que no cae sobre ningún campo.
Ese anhelo de belleza —que nos lleva a buscarnos en Totoro o Chihiro— no nace del capricho sino de una profunda nostalgia por lo armónico, por lo que creímos perdido. Pero ¿qué ocurre cuando esa búsqueda deviene en extractivismo simbólico? Cuando el deseo de parecer dibujos animados termina por consumir los mismos recursos que podrían apagar los incendios del mundo real.
La caverna digital y los ecos del yo
Marshall McLuhan ya advertía que todo medio es una extensión del hombre, pero hoy esos medios han empezado a devorarnos. Convertidos en estética viral, las imágenes Ghibli no son otra cosa que un espejismo identitario: "comparto, luego existo", diría hoy cualquier sujeto de la posfotografía. Es la ontología del selfie llevada al paroxismo pictórico: no basta ya con mostrarnos bellos, ahora debemos parecernos a los dibujos de nuestra infancia para validar nuestras emociones presentes.
Baudrillard lo habría llamado simulacro de segundo orden: imágenes que no representan, sino reemplazan lo real. No compartimos una imagen de nosotros, sino un símbolo que sustituye el rostro original. El yo deviene en un avatar, los sentimientos se vectorizan, la identidad se transforma en archivo PNG. Y mientras tanto, la infraestructura colapsa. “Nuestras GPU se están derritiendo”, confesó Sam Altman, como si se tratase de una metáfora distópica escrita por Ray Bradbury.
En esta hipermediatización del yo, el deseo de ser visto se convierte en una práctica de gasto: hídrico, energético, emocional. “Ser en el mundo es ser en los medios”, escribimos alguna vez. Ahora toca añadir: también es consumir recursos del mundo para seguir existiendo en ellos.
Estéticas terminales: cuando la imagen erosiona el planeta
La imagen ghibliana —como cualquier fantasía viral— actúa como interfaz entre el deseo y la mercancía. En un mundo hipermediatizado, la estética se convierte en acto performativo, en capital simbólico, en moneda de reconocimiento. Pero esta economía de la visualidad tiene efectos materiales: agua evaporada, carbono liberado, dispositivos forzados al límite.
¿Puede una caricatura provocar un ecocidio? No en su intención, pero sí en su repetición masiva y acrítica. Walter Benjamin temía que la reproductibilidad técnica destruyera el aura de la obra. Hoy sabemos que también destruye el ecosistema que permite la reproducción misma.
Más allá del copyright de los artistas vivos, el dilema ético está en el copyright de la vida misma. ¿Cuántas imágenes más podemos crear antes de secar los ríos?
Los templos de silicio y los nuevos rituales de sacrificio
Nos acercamos a un mundo donde los templos ya no son de piedra ni de fe, sino de silicio y data centers. Donde los sacrificios no son animales, sino litros de agua en zonas desérticas como Utah o Arizona. La nueva liturgia del reconocimiento exige tributos invisibles: servidores que jadean, plantas de enfriamiento que sudan, paisajes que mueren en silencio.
Como diría McLuhan, el medio es el masaje. Pero este masaje requiere agua, y mucha. Las nuevas visualidades, en su promesa de ternura, replican la lógica de las viejas industrias extractivas. ¿Cuántas selvas deben arder para que podamos parecer niños de Ghibli?
El último bosque de Totoro
Tal vez un día, cuando ya no queden más servidores por enfriar, alguien escarbe entre los escombros digitales y encuentre una imagen: una niña en un campo de flores, dibujada como si fuera parte del universo de Hayao Miyazaki. Entonces se preguntará si acaso valió la pena evaporar el bosque real para simular uno más bonito.
Y ahí estará la pregunta: ¿Seguiremos creando belleza que queme el mundo o nos atreveremos a imaginar otra clase de estética, una que no cueste agua, energía ni dignidad?
El Ghibli real está muriendo. ¿De qué tamaño será nuestra culpa pixelada?
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