Las Selfies Borradas y el Mercado de la Vulnerabilidad
- 5 may
- 3 Min. de lectura

Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
“Este es el negocio, Sarah. Esto es lo que pone dinero en nuestros bolsillos.”
Con esta frase —tan cruda como reveladora— se resume la ética líquida que rige el capitalismo de vigilancia. La reciente denuncia de Sarah Wynn-Williams, exdirectora de políticas públicas en Facebook (ahora Meta), nos muestra que el verdadero algoritmo no está hecho de líneas de código, sino de silencios corporativos y de adolescentes en crisis emocional.
Porque si algo ha aprendido la industria, es que el dolor vende. Y mientras más íntimo, más preciso, más inconsciente… más rentable.
El pixel del llanto
¿Qué sucede cuando una adolescente borra una selfie? Según las revelaciones de Wynn-Williams, Facebook lo sabía. Y ese gesto —aparentemente inocuo, casi imperceptible— activaba un dispositivo de monetización inmediata: un anuncio de belleza, perfectamente calculado para aparecer justo en el momento de mayor inseguridad.
No es solo segmentación. Es tecnoerotización del sufrimiento. Una estética del vacío en donde cada baja autoestima es una oportunidad de mercado. Gilles Lipovetsky ya lo anticipaba: “el cuerpo contemporáneo no es amado, sino mercantilizado, no es vivido, sino estilizado”.
“Like a failure”: la ingeniería del malestar
En 2017, Facebook habría elaborado presentaciones para anunciantes jactándose de identificar “momentos de vulnerabilidad psicológica”. Palabras clave: worthless, stupid, like a failure. Palabras que no solo duelen: palabras que orientan campañas, modulan productos, diseñan emociones.
Hannah Arendt advertía que el mal moderno no siempre es ruidoso ni sangriento. Es banal. Se esconde tras correos institucionales, decks de PowerPoint y statements de relaciones públicas. La monetización del dolor adolescente no fue una falla del sistema: fue su lógica operativa.
El espejo digital no devuelve el reflejo: lo vende
La selfie —ícono cultural del siglo XXI— es más que una imagen: es una demanda de reconocimiento. Borrarla no elimina la herida; la revela. Y ahí está el sistema, agazapado, listo para intervenir. El selfie borrado no muere: se transforma en dato, y el dato en oro publicitario.
¿Qué significa vivir en un entorno donde cada expresión emocional —cada gesto de duda, miedo o tristeza— puede ser procesada, categorizada y mercadeada? ¿Dónde el algoritmo no solo interpreta tus emociones, sino que apuesta contra ellas?
Del panóptico al panalgoritmo
Ya no se trata de vigilar desde una torre, como proponía Foucault, sino de habitar una arquitectura emocional donde la vigilancia no castiga, sino persuade; no amenaza, sino seduce; no impone, sino se anticipa. Una cultura donde incluso tus silencios son interpretables. Y tus inseguridades, accionables.
“La explotación ya no necesita látigo —afirmaba Byung-Chul Han—. Ahora se llama rendimiento”. Pero el rendimiento emocional —especialmente en menores de edad— es explotación pura. Infantilizada, embellecida, suavizada con slogans de autoexpresión, pero explotación al fin.
¿Quién protege a quienes no saben que deben protegerse?
Las niñas y adolescentes no negocian sus términos de privacidad como adultas empoderadas. No conocen los modelos de predicción conductual, ni los sesgos algorítmicos, ni los tratados de comercio de datos. Ellas solo sienten. Y en ese sentir, están solas. Porque el sistema no las cuida, las cataloga.
Y cuando se denuncia, se responde con comunicados. Se despide a una joven investigadora. Se llama “malentendido” a lo que es, en verdad, una maquinaria industrial de psicopolítica programada para devorar autoestima a cambio de clics.
Cuando el negocio se alimenta de la herida, ¿cuánto vale sanar?
Decía Gramsci que vivimos en un tiempo de monstruos. Pero no son criaturas góticas ni dictadores en tronos de hierro. Son ejecutivos con targets, dashboards y KPIs. Monstruos que habitan oficinas climatizadas, toman café de origen ético y repiten: “Esto es lo que pone dinero en nuestros bolsillos”.
La pregunta que queda es brutal en su sencillez: ¿cuánta tristeza puede monetizar un sistema antes de volverse irreparablemente inhumano?
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