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El misterio del dolor y la urgencia de volver a ser humanos

  • hace 9 horas
  • 5 Min. de lectura


Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


Donde duele, hay alma

El dolor no es un accidente, es un lenguaje. Uno que la razón instrumental no logra descifrar del todo, uno que las redes sociales intentan maquillar, uno que los sistemas modernos prefieren silenciar. Pero ahí está. Como sombra que nos acompaña. Como revelación. Como herida abierta que —si se nombra con verdad— puede convertirse en umbral.


A diferencia del malestar epidérmico que se alivia con una distracción, el dolor ontológico desarma las certezas y desnuda la existencia. El dolor no solo se padece, se habita. No solo se siente, se piensa. Y en esa tensión entre lo físico, lo emocional y lo simbólico, se cifra gran parte de nuestra humanidad.


El dolor nos desgarra, pero también nos revela. Es frontera y umbral. Es síntoma, pero también mensaje. No es simplemente un malestar físico o emocional; es un acontecimiento ontológico que nos regresa a la pregunta radical por el ser.


El eclipse de la profundidad

En estos días en que estamos obsesionados con la positividad, el bienestar de escaparate y la felicidad cuantificable, el dolor se ha convertido en un escándalo. Su sola presencia incomoda porque recuerda el límite, la fragilidad, la muerte. Pero más aún: el dolor nos recuerda que somos cuerpo, que somos historia, que somos otros.


¿Por qué tememos tanto al dolor, al otro, al yo, a la muerte? Porque hemos hecho del evitar una forma de vida. Hemos edificado templos al rendimiento y al control. Y el dolor —ese sacrilegio moderno— no puede controlarse ni medirse. Como afirmaba Levinas, nos arranca de la totalidad y nos lanza al rostro desnudo del ser.


Cifras que desgarran

El dolor, aunque parezca lo contrario, nos vincula. Nos recuerda que no somos omnipotentes, que somos vulnerables, finitos, necesitados. Ser humano es, en parte, ser capaz de dolerse por sí y por los otros. El dolor nos arranca del narcisismo y nos abre a la posibilidad de la comunión.


El dolor tiene gramática propia, pero no siempre se expresa en palabras. A veces se manifiesta en el cuerpo, en el silencio, en el arte, en la oración. Comprender el dolor es, entonces, más un ejercicio de hospitalidad que de análisis. Es abrirle un espacio en nuestra narrativa vital para que no nos destruya desde las sombras, sino que —si es posible— nos transfigure.


Quizá, al final, el dolor no sea tanto un castigo, sino una forma misteriosa de pedagogía: nos enseña sobre la pérdida, sí, pero también sobre la gratitud, la compasión y la esperanza.


En el dolor, lo humano se tensa hasta sus límites. Y tal vez ahí, justo ahí, podamos vislumbrar algo de lo sagrado.


En México, 35 millones de personas han sufrido depresión. El 19.3% de los adultos vive con ansiedad severa. En 2023, se registraron 8,837 suicidios. Estas no son cifras: son cuerpos dolientes, almas fragmentadas, presencias que claman por sentido.


Lo que estas cifras gritan no es solo una crisis de salud mental. Es una crisis de sentido. De orientación. De pertenencia. De profundidad. Vivimos hiperconectados, pero existencialmente aislados. Repletos de estímulos, pero famélicos de sentido.


La modernidad ha desplazado muchas de las estructuras tradicionales que otorgaban sentido a la vida: la religión, la comunidad, la familia extendida. En su lugar, se ha promovido una cultura del individualismo y el éxito material como medida del valor personal.


Esta transformación ha dejado a muchos sin un marco de referencia para enfrentar el sufrimiento, la pérdida o la incertidumbre, elementos inherentes a la condición humana.


Para abordar esta crisis, es fundamental promover una cultura que valore la introspección, la conexión auténtica con los demás y la búsqueda de propósito más allá del éxito material.

Esto implica fomentar espacios de diálogo profundo, educación emocional desde edades tempranas y políticas públicas que prioricen la salud mental como un componente esencial del bienestar social.


La era de las brújulas rotas

La tristeza, la ansiedad y la desesperanza se han vuelto compañeras habituales de viaje. No porque la humanidad haya perdido la capacidad de resistir, sino porque ha perdido los mapas. Las narrativas colectivas que daban sentido han sido sustituidas por algoritmos que premian lo inmediato. El sentido ya no se busca; se desliza. Pero cuando no hay arraigo simbólico ni vínculo comunitario, el dolor se vuelve insoportable porque nadie lo sostiene.


La vida ya no se vive para ser vivida, sino para ser mostrada. Se mide en likes, se negocia en hashtags, se empaqueta en reels. Y en ese proceso, la experiencia interior —la más sagrada de todas— ha sido colonizada por el espectáculo.


¿Y cómo sanar lo invisible?

El dolor no se erradica: se acompaña. Se escucha. Se nombra. Como afirmaba Paul Ricoeur, el sufrimiento solo se redime cuando se vuelve narrable. Pero esa narración requiere comunidad. Requiere un otro que escuche. Que no juzgue. Que no huya. Que se quede; qué acompañe.


En un mundo que medicaliza el malestar, urge recuperar la sabiduría ancestral del estar-con. Caminar con el otro. Escuchar su clamor sin convertirlo en caso. Ser presencia, no solución. Aprender de nuevo que la compasión no es empatía romántica, sino decisión de permanecer.

La comunidad no resuelve el dolor, pero lo transforma. Le da eco. Lo vuelve parte de una historia compartida. Le otorga un marco simbólico que permite resistir sin ceder al abismo. El acompañamiento contiene, acoge, abraza.


La otredad es el espejo en el que reconocemos nuestra humanidad. El otro es el rostro que nos interpela, que nos reclama, que nos invita a salir de la indiferencia. Sin el otro, el dolor se vuelve laberinto; con el otro, puede volverse camino.


La urgencia del nosotros

Nos hemos acostumbrado a sobrevivir en soledad. A simular fuerza. A ocultar la herida. Pero ningún algoritmo podrá sustituir el rostro que acompaña, la voz que consuela, la mano que sostiene. Porque la humanidad no se programa, se encarna. Y el sentido no se genera, se cultiva.


La compañía no es sólo empatía pasiva; es también solidaridad activa. Es saber sostener, sin invadir. Es saber esperar, sin apresurar. Es ser testigo del dolor ajeno sin pretender resolverlo, pero sin abandonarlo. Y esto es profundamente sanador: saberse visto, reconocido, acompañado.

Hoy más que nunca necesitamos reaprender a ser humanos. No superhumanos. No avatars de productividad. No marcas personales. Humanos. Con todo el barro y todo el temblor. Con todo el miedo y fragilidad que ello implica.


Escuchar no es oír. Escuchar es abrirse al otro como misterio, no como problema a resolver. Es suspender el juicio y la prisa por intervenir. La escucha auténtica implica una disposición ética: estar disponibles para el otro, sin instrumentalizarlo, sin reducirlo a nuestras categorías.


Aconsejar al otro exige humildad. No desde la certeza ni desde la superioridad, sino desde la compasión sabia, que reconoce que cada historia es única y cada herida tiene su propio ritmo de sanación. Caminar con el otro es acompañar su proceso, no imponer el propio.


El camino no es fácil. Requiere silencio, vulnerabilidad, escucha, tiempo. Pero también requiere un giro radical: dejar de ver el dolor como anomalía y reconocerlo como parte de nuestra condición. Porque solo quien ha llorado puede comprender. Y solo quien ha dolido puede amar con verdad.

Entonces, en este mundo que anestesia la pena y descarta al frágil, ¿será que la verdadera revolución empieza en el acto humilde de sentarnos junto al que sufre y quedarnos ahí… sin más?

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