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De barro y no de humo: reaprender a habitar la existencia en la era del vacío digital

  • hace 1 día
  • 3 Min. de lectura


Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


Las brújulas magnetizadas de una civilización sin suelo

Una herida abierta sangra en silencio bajo las pantallas de alta definición. No duele porque no se vea, duele porque no se nombra. Hemos transfigurado el peso de existir en la liviandad del performance; cambiamos el misterio por el marketing, el alma por la interfaz, la pregunta por el tutorial. Y así —como nómadas del vacío, beduinos del pixel— deambulamos por un mundo que nos permite conectarlo todo, menos con nosotros mismos.


Byung-Chul Han advirtió con precisión quirúrgica nuestra “fatiga de ser uno mismo”; Milan Kundera escribió el epitafio anticipado: la insoportable levedad del ser. Pero quizá no se trata solo de levedad. Se trata de desarraigo. De una humanidad desfundada, expulsada de sí, exiliada de toda hondura.


La pregunta se impone: ¿es aún posible la profundidad en un mundo que opera por likes, que valida el ser en función de su viralidad, que metaboliza el dolor en contenido y reduce el duelo a un filtro? ¿Podemos recuperar la densidad del alma cuando todo a nuestro alrededor fue diseñado para la epidermis?


I. Lo profundo está sitiado

Las palabras “profundidad”, "trascendencia", "sacralidad" incomodano, porque comprometen, desaceleran. No caben en los formatos ágiles ni en las narrativas felices. En su lugar hemos instalado el imperio de la optimización. El dolor se patologiza, la lentitud se penaliza, el silencio se sospecha. En esta ecología digital, la existencia se ha vuelto una curva de conversión, y la identidad, un KPI emocional.


No es extraño, entonces, que las nuevas generaciones experimenten un agotamiento sin nombre: están cansadas de flotar. De vivir en la nube sin cuerpo. De sobrevivir en la estética de lo breve.


Pero atención: lo profundo no es nostalgia por lo antiguo. No es dogma ni clausura. Es gesto humano que se atreve a no huir de sí. Es mirar la herida y no negarla. Es hacerse cargo del propio barro y de su destino. Es habitar lo finito con la conciencia de que en esa finitud radica el milagro.


II. El misterio no es amenaza, es morada

No fue la tecnología quien nos deshumanizó. Fuimos nosotros quienes la instrumentalizamos para evadir el peso de vivir. Culpamos a la máquina, pero fuimos los primeros en huir de lo incómodo: el dolor, la muerte, la incertidumbre, el otro.


El misterio —ese gran exiliado del siglo XXI— no es un enigma a descifrar, sino un lugar que exige ser habitado. Y habitar el misterio es permitir que la vida vuelva a tener matices, silencios, contradicciones, sombras. Es comprender que no todo puede ser explicitado, que hay gestos —como el amor, la compasión, el duelo— que no caben en un tuit ni en un reel.

Allanar el misterio no es domesticarlo: es reconciliarse con la fragilidad de lo humano. Es, como escribía Heidegger, “dejar ser” lo que el ser quiere decir.


III. Reaprender a ser de barro

¿Y si el problema no fuera tecnológico sino ontológico? Hemos querido vivir como humo: livianos, intercambiables, inasibles; en la nube. Pero somos barro. Tierra, agua, cuerpo, historia; materialidad y finitud. Y por eso necesitamos volver a lo concreto:


  • A tocar con manos reales.

  • A llorar sin pantalla que medie.

  • A decir palabras con peso, que no busquen ser retuiteadas sino entendidas.

  • A esperar sin la promesa de recompensa.

  • A cuidar sin el cálculo de retorno.

La reeducación que requerimos no es una alfabetización de código, ni digital o hipermedial sino una alfabetización socioemocional, del ser. Una pedagogía del límite, del silencio, de la hospitalidad del otro. Un curriculum que no forme solo profesionales, sino seres humanos capaces de habitar la complejidad sin perderse en ella.


IV. Lo que urge: no algoritmos, sino almas

Ser profundo hoy es un acto político, poético y espiritual. Es rechazar el simulacro. Es reconfigurar el deseo fuera del mercado. Es recordar que antes de ser usuarios, somos huéspedes. Que antes de ser contenido, somos existencia.


Las nuevas generaciones no necesitan que les devolvamos el pasado, sino que les ayudemos a nombrar el presente con palabras que lo densifiquen. Con símbolos que no solo sirvan para señalar, sino para pertenecer. Con ritos —aunque reinventados— que devuelvan la sacralidad al cotidiano.

Tal vez estamos rotos, sí. Pero en la grieta también puede nacer lo fértil.

Tal vez hemos perdido el norte. Pero es en el extravío donde a veces se descubre la dirección.


Tal vez lo que necesitamos no es correr más rápido hacia el futuro, sino detenernos, escuchar nuestro pulso, tocar tierra... y volver a ser de barro.

Y tú… aún habitando la nube, ¿sientes todavía el peso de tus pies sobre la tierra?

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