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Las palabras vacías en México: cuando el decir se topa con el vacío

  • hace 4 días
  • 5 Min. de lectura
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Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo

Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


En México vivimos un momento crítico en el que la violencia ha alcanzado niveles insoportables. El reciente asesinato del alcalde de Uruapan, Michoacán, Carlos Manzo Rodríguez, vuelve a revelar una constante trágica: la palabra pública se ha vaciado de sentido. Cada declaración oficial, cada “lamentamos los hechos” o “se investigará hasta las últimas consecuencias”, se ha convertido en una fórmula hueca, un ritual de olvido. En nuestro país, decir ya no significa nada: decir es enfrentarse con el vacío.


La fatiga del decir

El lenguaje político y mediático ha perdido densidad. Lo que antes era promesa, hoy es eco. Las palabras que deberían consolar o inspirar solo administran el dolor. Las autoridades repiten un guion que ya nadie escucha: tecnicismos, promesas, comunicados. El verbo —que debería ser acción— se ha convertido en trámite. El lenguaje oficial ya no busca comunicar, sino anestesiar.


En la era hipermediática, las palabras se vuelven flujos gaseosos, signos sin arraigo. Lo comunicativo se convierte en un simulacro del diálogo, donde lo dicho se evapora antes de encarnar en la realidad. Como bien lo anticipó McLuhan, “los medios configuran el ritmo y la forma del discurso”. En este nuevo régimen del decir, el mensaje se licúa en espectáculo y la voz pública se convierte en ruido de fondo.


La violencia como gramática del olvido

La violencia cotidiana ha sido incorporada a la narrativa del país con una normalidad que estremece. Los asesinatos, las desapariciones y los secuestros son narrados con idéntica estructura, idéntico tono. Las palabras que nombran el horror ya no interpelan la conciencia: lo convierten en paisaje. En vez de producir indignación, producen indiferencia. En lugar de duelar, el lenguaje maquilla.


Vivimos una estetización del sufrimiento: una coreografía del dolor transmitida en directo. La violencia se vuelve consumo visual, “streaming del espanto”, en el que el acontecimiento se disuelve en dato y el duelo se reemplaza por trending topic. La gramática de la crueldad se ha normalizado, como si el horror fuera un espectáculo rutinario que el espectador asimila con un clic.


La ciudadanía agotada

Ante este deterioro semántico, la ciudadanía ha entrado en una fase de cansancio moral. No es solo hartazgo ante la impunidad, sino vacío afectivo frente a un discurso sin alma. La gente deja de escuchar porque sabe que nada cambiará. Cuando las palabras pierden credibilidad, el silencio se vuelve la única respuesta legítima. Pero el silencio, cuando es prolongado, también es peligroso: en él germina la rabia.


La sociedad se fragmenta como en una red saturada de ruido. Las voces se cancelan entre sí, los ecos se sustituyen por memes, y el sentido se disuelve entre algoritmos. Como plantea Byung-Chul Han, “la comunicación digital no genera comunidad, sino acumulación de estímulos”. La palabra pierde espesor ontológico, se vuelve estímulo, notificación, impulso.


La impunidad como sustrato de la desconfianza

Cada crimen no resuelto corroe la confianza social. La impunidad no solo deja muertos, deja palabras sin sentido. Las instituciones han aprendido a simular acción mediante el lenguaje, a reemplazar la justicia con comunicados. Se multiplican las declaraciones mientras la esperanza se reduce. Hablar sin actuar es también una forma de violencia.


En este contexto, la palabra se convierte en un acto performativo fallido —una promesa incumplida que perpetúa la desconfianza—. Cuando el lenguaje pierde su función de promesa, la comunidad se desmorona. La crisis de sentido es, en esencia, una crisis de responsabilidad.


El desdibujamiento de la responsabilidad política

El poder ha hecho del discurso un refugio. La culpa siempre se hereda, nunca se asume. Se habla para excusar, no para responder. En esta lógica, el lenguaje político se convierte en una arquitectura del desplazamiento: cada palabra busca transferir la responsabilidad hacia otro. Así, el decir ya no significa “me comprometo”, sino “me deslindo”.


El lenguaje se torna dispositivo de autoinmunidad del poder: una membrana discursiva que aísla al emisor de las consecuencias. Es el vaciamiento simbólico del acto político, el despojo de su fuerza performativa.


La indiferencia y el hartazgo ciudadano

La repetición del vacío ha generado una ciudadanía que ya no escucha ni cree. La impunidad y el lenguaje hueco producen el mismo efecto: la desafección. El ciudadano se distancia emocionalmente del espacio público; la comunidad se disuelve en el cinismo. Las palabras que deberían unir terminan separando.


El país entero parece habitar, como escribió Eliot, “una tierra baldía”, un territorio donde el lenguaje no florece, donde cada discurso es una flor marchita arrojada sobre los escombros del desencanto.


La contaminación semántica en la educación y la familia

Este vaciamiento no se limita al ámbito político. También se infiltra en las aulas y en los hogares. Cuando las palabras pierden peso, la educación deja de transformar y la familia deja de acompañar. Se pronuncian frases de compromiso, de amor o de fe, pero sin alma. El lenguaje se vuelve ritual, no vínculo. El vacío de sentido se vuelve intergeneracional.


En la cultura hipermediática, el lenguaje emocional ha sido sustituido por la inmediatez del emoji. Los vínculos se tornan mediatizados y superficiales; el afecto se delega a la interfaz. El amor, la compasión y el diálogo se convierten en botones de reacción. Así, lo humano se digitaliza y se evapora, como lo simbólico en estado gaseoso.


La narrativa de la desesperanza

En esa expansión del vacío, se instala una narrativa de desesperanza. Las palabras, antes herramientas de cambio, se transforman en espejos del desencanto. Decir “todo va a estar bien” ya no consuela. Decir “la justicia llegará” ya no moviliza. Cuando la palabra se devalúa, el futuro se vuelve indecible.


El país vive una desnutrición simbólica: hambre de sentido, sed de verdad. La palabra pública se ha convertido en residuo, en eco de su propia ausencia. Y sin embargo, en esa aridez, todavía es posible una semilla.

Hacia una ética del decir


Frente a esta erosión del sentido, urge una refundación ética del lenguaje. Decir debe volver a significar responder. Hablar debe ser asumir. Prometer debe implicar actuar. Necesitamos un lenguaje que vuelva a tener cuerpo, que encarne en gestos, políticas y justicia. Solo así la palabra recuperará su poder transformador.


Hablar con verdad, decía Levinas, “es responder por el otro”. El lenguaje debe volver a ser encuentro, no simulacro; vínculo, no ruido.

De las palabras vacías al pacto del sentido


Reconstruir el tejido social implica recuperar el peso moral del lenguaje. No basta con denunciar el vacío: hay que habitar el decir con verdad. La lucha contra las palabras vacías es, en última instancia, una lucha por la dignidad. Mientras las palabras sigan sin abrazar, sin consolar, sin transformar, México seguirá atrapado en el eco de su propio silencio y seguiremos diciendo "tengo mucho miedo".


Solo cuando la palabra vuelva a ser acto —acto de justicia, de compasión y de memoria— podremos decir que el país ha comenzado a sanar. Porque hablar con verdad, en medio del horror, es el primer gesto de resistencia.


Y quizás también, el último refugio del alma.

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