La promesa digital del cuerpo enfermo: IA, salud y el retorno de lo humano
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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
Aún no hemos aprendido a escuchar el pulso digital del enfermo y ya lo hemos revestido de algoritmos.
El año 2025 se anunció como un umbral. No uno de salvación, sino de interrogación. Los hospitales, antes espacios de silencio blanco, se transformaron en centros de datos; los pacientes, en ecosistemas de señales. La inteligencia artificial —esa criatura que no enferma, no llora, no muere— se instaló con firmeza en el corazón del sistema sanitario global, prometiendo eficiencia, ahorro y precisión. Pero, ¿qué se pierde cuando lo humano queda reducido a patrones de machine learning?
Cuerpos traducidos: El espejismo de la eficiencia
La IA generativa (GenAI) se despliega como evangelio técnico en el sector salud. Chatbots que despresurizan urgencias, copilotos que diagnostican radiografías, algoritmos que diseñan moléculas para ensayos "in silico". El informe elaborado por Softek, "Tendencias en Salud Digital para 2025: El Impacto de la Inteligencia Artificial" es generoso en cifras: entre 200 y 360 mil millones de dólares en ahorros potenciales anuales; una reducción de costos administrativos de hasta el 30% en aseguradoras; aplicaciones cloud que reemplazarán el 25% de sistemas heredados antes de 2027.
Pero bajo esta orquesta de optimización, hay silencios que interpelan. El 85% de las iniciativas de IA en salud no logran escalar. El 97% de los datos clínicos no se usan de manera efectiva. ¿Qué revela esta distancia entre lo posible y lo real? Que aún no sabemos cómo traducir la sensibilidad médica a código; que el humanismo no cabe, del todo, en un API.
Como advirtió Ivan Illich, “la medicina moderna tiende a despojar al paciente de su capacidad de sufrir con dignidad". Ahora, la IA corre el riesgo de despojarlo incluso del relato de su padecer.
El cuerpo como archivo: entre la nube y la carne
Hace medio siglo, un médico manejaba siete datos por paciente en cuidados intensivos. Hoy, son más de 1,300. Y en pocos años, el 40% provendrá de sensores IoT. La gran paradoja: más datos no significan más escucha. Entre la hipertrofia informacional y la automatización diagnóstica, se filtra un malestar antiguo: el temor a la deshumanización.
Heidegger advirtió que la técnica no es solo herramienta, sino modo de revelación del mundo. Bajo el dominio del algoritmo, el cuerpo enfermo ya no es cuerpo, sino input. La enfermedad, ya no narrativa, sino data stream. La interoperabilidad se convierte en mito fundacional del nuevo orden terapéutico, y los sistemas modulares en la promesa de una salud más conectada, aunque no siempre más compasiva.
Biopolítica algorítmica: formación, control y desigualdad
La inteligencia artificial no cura; gestiona. No toca; predice. Y para que funcione, requiere de cuerpos entrenados, de una fuerza laboral que entienda su lógica. Se prevé una escasez de 10 millones de profesionales de la salud para 2030. Pero no cualquier profesional: uno capaz de habitar esta nueva gramática digital. Un médico que sepa leer datos genómicos, dialogar con su copiloto sintético, y documentar la atención en interfaces cloud.
En este contexto, el saber técnico se vuelve poder de exclusión. Los no alfabetizados digitalmente quedan fuera. La medicina se hiperprofesionaliza, se corporativiza, se automatiza. Como escribió Zygmunt Bauman, “la desigualdad en el acceso al conocimiento es hoy más grave que la desigualdad económica” esa es la verdadera brecha digital, la info riqueza y la info pobreza. En el sistema de salud digital, esta brecha se vuelve un abismo entre el paciente conectado y el paciente ausente.
Contra la utopía del dato: ética y vulnerabilidad
La salud digital también inaugura nuevas formas de riesgo. La ciberseguridad se vuelve principio ético. ¿Quién garantiza la privacidad de un biomarcador? ¿Quién responde ante un diagnóstico erróneo automatizado? ¿Quién decide cuándo el dato se transforma en decisión clínica?
Como recordaba Paul Ricoeur, “la ética comienza cuando el otro me interpela”. En un sistema donde el otro es mediado por datos y predicciones, ¿dónde queda la posibilidad de ser interpelado por su sufrimiento? ¿Qué sucede cuando el duelo se gestiona por chatbot, y la escucha empática se terceriza en algoritmos de respuesta automática?
El riesgo no es solo técnico, sino simbólico: que el dolor deje de tener sentido, que la cura deje de tener rostro.
Mirar más allá de la pantalla
No se trata de rechazar la inteligencia artificial. Se trata de ponerla en su lugar. De entender que la tecnología debe servir a la vida, no sustituir su complejidad. Que el médico no es un programador de síntomas, sino un intérprete del sufrimiento humano.
Las herramientas digitales pueden —y deben— ayudarnos a imaginar una salud más accesible, más precisa, más distribuida. Pero nunca a costa de borrar la vulnerabilidad del cuerpo, el valor del tacto, la importancia de la demora en la escucha.
Como escribió Byung-Chul Han: “En la sociedad de la aceleración digital, necesitamos revalorizar el tiempo lento, el silencio, la contemplación”. Tal vez, en medio de la vorágine algorítmica, la medicina necesite recordar que su núcleo no es la eficiencia, sino la relación, la atención, la escucha empática, la caricia compasiva, el diálogo que genera esperanza.
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