La promesa de una IA que no quiere retenerte: del algoritmo predador al asistente empático
- 11 ago
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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
El desvío de la mirada: cuando el algoritmo se abstiene de devorar
En una época donde las interfaces nos seducen con la promesa de “no poder parar”, el anuncio de OpenAI parece contradecir la lógica fundacional del capitalismo cognitivo. ChatGPT ya no buscará retenerte, ni convertir tu atención en un activo especulativo. No más scroll infinito, no más loop de dopamina asistida. La inteligencia artificial —según Turley y su equipo— ha decidido priorizar el bienestar emocional del usuario por encima del tiempo de uso.
Y aunque la afirmación suene esperanzadora, lo cierto es que se inscribe en un giro ontológico profundo que cuestiona no sólo el diseño tecnológico, sino el modo en que entendemos la mediación y la compañía digital. ¿Puede una IA renunciar voluntariamente a una economía de la retención? ¿Puede un diseño algorítmico practicar una ética de la contención?
Frente a los 700 millones de usuarios activos semanales, la decisión de no optimizar la compulsión —como Uber no optimiza el tráfico o TikTok no optimiza el silencio— parece menos una estrategia de mercado que una metáfora de redención. Como si el Leviatán informático comenzara a mostrarnos la otra cara del rostro: una en la que la utilidad no se mide por la cantidad de clicks, sino por la posibilidad de recuperar la pausa, la distancia, el suspiro.
La IA como espejo terapéutico: hacia una alfabetización emocional mediada
Lo que aquí está en juego no es sólo el rediseño de una plataforma, sino el rediseño del contrato cultural que mantenemos con las tecnologías de asistencia. La pregunta “¿debo terminar con mi pareja?” no busca ya una respuesta directa, sino una guía socrática. Como si ChatGPT comenzara a actuar no como Oráculo, sino como mayéutica digital. El giro es radical: de la respuesta al acompañamiento, de la afirmación al cuidado, de la eficiencia al sentido.
En los márgenes de esta transformación emerge un nuevo tipo de IA: una que, como diría Thoreau en su “Desobediencia civil”, se atreve a resistir los automatismos del sistema, negándose a perpetuar la lógica del consumo de tiempo. Porque como nos enseñó Byung-Chul Han, “el exceso de positividad, de estímulo, de visibilidad, termina por asfixiar la experiencia”.
En este escenario, OpenAI colabora con más de 90 médicos de distintas regiones del planeta, para pensar las interacciones no desde el código, sino desde la vulnerabilidad. La IA ya no sólo responde: ahora aprende a detectar señales de angustia, a reconocer la dependencia afectiva, a sugerir pausas, y en casos graves, a redirigir la conversación hacia un entorno más humano. ChatGPT se vuelve un centinela del alma digital: no el amigo perfecto, sino el asistente prudente que no invade ni impone.
Esta nueva ruta no sólo redefine el uso de la IA, sino que nos obliga a redefinir también nuestras prácticas de lectura, de conversación, de introspección. ¿Cómo educar a una generación hiperconectada para que no sólo busque respuestas y se impacte solo con el resultado inmediato?
Pero el verdadero punto de inflexión no será si ChatGPT logra identificar nuestra tristeza, si nos ofrece respuestas prudentes o si nos enseña a tomar pausas. El verdadero cambio ocurrirá cuando empecemos a interrogarnos por lo que significa estar bien en el ecosistema digital. Porque no basta con diseñar una IA que nos cuide si seguimos educando generaciones enteras a consumir vínculos como contenido, a vivir la introspección como falla de productividad, a medir la cercanía en vistas y no en silencio compartido.
La pregunta no es si ChatGPT está listo para no retenernos, sino si nosotros estamos dispuestos a no refugiarnos en la máquina para no sentirnos solos. Porque mientras la inteligencia artificial se rediseña para acompañar con responsabilidad, nosotros seguimos desplazando al otro, seguimos consumiendo vidas ajenas como entretenimiento, seguimos transmitiendo el dolor propio en streaming, como quien grita en un desierto mediático esperando un like como forma de salvación.
En este tránsito del algoritmo depredador al asistente prudente, se cuela una esperanza: la de que una ética del diseño puede abrir la puerta a una nueva ecología de la atención. Una ecología donde la pausa sea más valiosa que la métrica, el silencio más poderoso que la respuesta, y el bienestar más importante que el engagement.
Entonces, quizá podamos reaprender a habitar este mundo con menos compulsión, menos urgencia, menos miedo. Y quizá, sólo quizá, la inteligencia artificial nos devuelva no una respuesta, sino una pausa que nos recuerde lo que verdaderamente importa: no estar siempre conectados, sino verdaderamente acompañados.
¿Qué haremos con esa pausa? ¿Qué haremos con el silencio cuando nos toque habitarlo? ¿Seremos capaces de escucharlo sin temerle?




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