La ingravidez de la materialidad simbólica: Un análisis crítico sobre la transformación digital
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"En un mundo saturado de conexiones, ¿por qué nos sentimos más desconectados que nunca? "La ingravidez de la materialidad simbólica: Un análisis crítico sobre la transformación digital" no es solo un texto, es una invitación a detener la marcha autómata."
Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México}
Somos células parlantes, tejidos estructurantes, músculos gestuales, biorganismos informativo, macroorganismos socializadores, Somos códigos y memorias flotantes, partículas suspendidas y que se entrelazan en el espeso éter de la mediósfera, somos burbujas dialógicas que se conectan unas con otras en cada roce, somos vehículos, canales, soportes sintácticos, interfaces de comunicación a las que no les preocupa la levedad sino la ingravidez de nuestra materialidad simbólica.
El ser en suspensión: La promesa rota de la tecnología.
Fluimos en el aire, como frecuencias articuladas, entretejidas, como haces luminosos y conexiones sinápticas que van y vienen en un eco silencioso. Somos soporte, canal, interfaz; somos medios conectados con los medios, sujetos dialógicos interactuando con sistemas agénticos intercambiando data: entidades liminales que atraviesan lo físico mientras se enraízan en la textura invisible de lo simbólico. En ese estado flotante, el cuerpo se diluye en marcos de referencia que ya no son del todo orgánicos: nuestra piel es pantalla, nuestra voz es archivo, nuestra memoria es flujo que circula entre sistemas que nos preceden y nos exceden. ¿Quién es hoy la inteligencia artificial?
Como señaló Gilbert Simondon, toda individuación es un proceso incompleto, un devenir permanente. Nuestra existencia, entendida como un “ser-entre”, oscila entre capas de materialidad y energía, entre el impulso biológico y la inscripción digital; entre lo humano y lo no humano. Allí se revela la paradoja contemporánea: lo que somos no se agota en el cuerpo, pero tampoco se realiza plenamente en la virtualidad, en el metaverso. Vivimos en tensión entre un ser que se dice y un ser que se transmite, entre la vibración orgánica y la codificación maquínica.
En la red recogemos, en nuestro flujo, partículas del otro; fragmentos de su existencia. Como el corredor en la pista que en su paso percibe el rastro de los atletas anteriores, en el camino se topa sus sombras como extensiones de ellos o sus reflejos en los cristales.
Ese cruce de rastros configura una semántica del roce: cada interacción es una huella, un pequeño sedimento del otro que se adhiere a nuestra biografía simbólica. Paul Ricoeur lo llamó el espesor narrativo del yo, ese tejido donde memoria e identidad se co-construyen como si cada gesto fuese un pliegue más en la larga cinta del relato humano.
El ser se vuelve así un palimpsesto de huellas: restos de presencias, retazos de conversaciones, latencias emocionadas que sobreviven en la luz fría de la pantalla.
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Entre el yo y su corporeidad; entre el yo y su reflejo; entre el yo y su sombra; entre el yo y su propia construcción mental; entre el yo y su autonarración; entre el yo narrado y el yo virtual; entre el yo virtual y el yo percibido; entre el yo autonarrado y la biografía percibida; entre los múltiples “yo” de un sujeto se suspende el ser. Como un microtono musical. Como un estado suspendido, el ser “in between”.
Ese intersticio, ese intervalo, es quizá el acontecimiento más profundo de la condición contemporánea. No habitamos un solo plano de existencia, sino una constelación que se superpone: cuerpo, avatar, recuerdo, proyección, algoritmo, selfie, narrativa, flujo, diálogo, chatbots. En ese ecosistema intermedial el ser se torna múltiple, fragmentado y expansivo.
Zygmunt Bauman lo habría identificado como la disolución de la figura sólida del sujeto en una identidad líquida, móvil, tentacular. Pero hoy, más que líquidos, somos gaseosos: expandibles, difusos, volátiles, habitantes de una atmósfera simbólica donde la gravedad no es física sino semiótica.
En esa condición intermedia y mediada sucede la vida. En la mediación. Nuestra ontología como especie es la del "ser entre medios"; la intermedialidad nos condiciona, nos vuelve código, medio, canal, flujo, lenguaje, narrativa... Somos sujetos codificantes, historias fluyendo de lo físico a lo virtual.
Lo digital es un estado de agregación que exige nuevas gramáticas del ser, nuevas ecologías sensibles. La cultura digital ha expandido la omnipresencia simbólica del sujeto hasta convertirlo en un ente “post-corpóreo”, un ser que se despliega a través de plataformas como si su identidad fuese un enjambre de signos en perpetua recomposición. Allí, la vida se traduce en visualidades, datos, performatividades sociales que reescriben nuestra comprensión del sí mismo .
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En el ciberespacio, este territorio que se suspende entre la materialidad y lo simbólico, fluye el ser. Somos ondas, frecuencias, partículas flotantes sujetas a la interpretación. Ser en el mundo es narrar en el mundo. Leer y escribir el código de la existencia es la diferencia entre nuestra especie y las otras. Somos un Homo Signis Digitalis: signo y referente, sujetos significantes; animales simbólicos, mentes codificantes; especies sintácticas; códigos psicosocioracionales; mamíferos semánticos. Somos el ser que Comunica.
La comunicación no es un accesorio de la vida humana: es su condición estructural, su arquitectura ontológica más profunda. La construcción de la realidad es inseparable de la red de símbolos que le damos para existir . Desde la pintura rupestre hasta la selfie, desde el petroglifo hasta el nanopost, la especie humana ha elaborado universos perceptivos que la sostienen como tal.
Y sin embargo, en esta nueva atmósfera simbólica todo parece tensarse hacia un punto inédito: la ingravidez del sentido. Nuestros signos ya no se anclan solo en cuerpos o territorios: flotan, migran, se hibridan, se remezclan, se replican sin fricción. La existencia se vuelve un flujo reversible, una coreografía de datos donde la permanencia es una condición excepcional.
La ingravidez no es ausencia de peso: es emancipación del suelo tradicional del significado. El signo deja de reposar; se expande, se disemina, se volatiliza.
De ese gesto emerge un nuevo tipo de responsabilidad ontológica: custodiar el sentido en un mundo donde todo tiende a evaporarse.
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Somos seres suspendidos en un entramado de frecuencias, signos y mediaciones; habitantes de un ecosistema que nos excede y nos orbita. Pero incluso en esa ingravidez, algo permanece: la necesidad de narrarnos, de proyectarnos, de tocar al otro a través del símbolo.
Quizá lo único que aún nos salva del vértigo no es el cuerpo que nos ancla ni la imagen que nos replica, sino el acto de comunicar que nos sostiene en el precipicio. Porque cada signo emitido, cada gesto, cada palabra, cada huella en la red, es un recordatorio de que seguimos buscando sentido en medio del aire.
Si somos burbujas dialógicas suspendidas en el éter, entonces quizá la pregunta crucial no sea qué somos, sino cómo nos sostenemos mientras flotamos. Y ese cómo exige volver a mirar el peso moral y afectivo de cada signo que dejamos en el mundo. Porque en la levedad absoluta, cada señal que emitimos puede ser la cuerda que alguien necesita para no perderse.




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