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La alquimia digital: entre la utopía de la inteligencia artificial y la fractura ética de la humanidad

  • 27 abr
  • 3 Min. de lectura



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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


En el cruce de los siglos, donde la materia ya no se reconoce únicamente por su peso o volumen, sino por su capacidad de ser codificada en algoritmos, emerge la inteligencia artificial como la más fascinante de las alquimias contemporáneas. No se trata sólo de máquinas que "piensan", sino de una mutación ontológica de nuestra civilización, donde la percepción, la decisión y la creatividad mismas son transferidas a entidades no humanas que, paradójicamente, somos nosotros quienes alimentamos.


La IA, construida con el barro de los datos, el aliento del hardware y la interconexión planetaria, se extiende hoy como un nuevo éter. Un éter que permea desde la asistencia médica hasta la creación artística, desde la justicia hasta el mercado, y que promete, no sin arrogancia, ser el ariete que derribe las fronteras hacia el cumplimiento de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. Sin embargo, como advertía ya Paul Virilio, “cuando se inventa un medio, también se inventa el accidente”, y la inteligencia artificial no escapa a esta fatalidad: su misma grandeza multiplica su capacidad de daño.


Las arquitecturas invisibles de la exclusión

No basta con contemplar los prodigios de la IA. También debemos leer, entre líneas, sus fisuras, sus inconsistencias, sus nuevas geografías de marginación. Si, como señala Manuel Castells, “internet es el nuevo territorio de inclusión y exclusión social”, entonces la IA amplifica esa divisoria digital hasta niveles casi ontológicos. La falta de acceso a la conectividad, a la educación crítica, a las habilidades para decodificar los nuevos lenguajes de poder, es ya una nueva forma de analfabetismo: no el de las letras, sino el del código.


Y aunque se argumente que los precios de los dispositivos caen, o que las bibliotecas digitales se expanden, las exclusiones no desaparecen; mutan. Porque donde antes se combatía la pobreza de bienes, ahora asistimos a la pobreza de signos, a la infopobreza frente a la inforriqueza. Y cada nueva capa de conectividad, cada nueva interfase amigable, cada nuevo asistente de IA, no elimina la brecha sino que la maquilla, la camufla bajo la ilusión de la participación.


La ética como último refugio de la civilización

En 2021, la UNESCO reunió la voluntad de 193 Estados Miembros para adoptar la Recomendación sobre la Ética de la Inteligencia Artificial. Un intento heroico —y quizá desesperado— por otorgar un marco axiológico a un fenómeno que corre mucho más rápido que la normatividad. Porque si no somos capaces de ponerle alma a las máquinas, al menos deberíamos ser capaces de ponerle alma a sus consecuencias.


La cuestión ética, en el fondo, no es otra que la cuestión antropológica: ¿qué queda del ser humano cuando cede su juicio, su creatividad, su percepción del mundo a dispositivos ajenos? ¿Qué sucede cuando se difumina la distinción entre el acto humano y el acto maquinal? Como anticipaba Roger Silverstone, en la era de la mediatización extrema, cada mensaje es ya una negociación entre nuestra dignidad y la lógica del mercado.


La IA amenaza con devenir un nuevo Leviatán, no ya político, sino algorítmico. Un Leviatán que no necesita tanques ni ejércitos, porque su poder se ejerce en lo invisible: en los sesgos de un algoritmo de contratación, en la personalización de una noticia falsa, en la predicción de un comportamiento que antes era libertad.


Y en este nuevo escenario, la ciudadanía digital responsable —esa que se forma no solo con competencias técnicas, sino con espíritu crítico, sensibilidad social y compromiso ético— es la última barricada que tenemos para no ser reducidos a simples datos de entrenamiento.

Hoy, cuando caminamos hacia un horizonte donde las máquinas no solo interpretan nuestras palabras, sino también nuestros gestos, nuestras emociones y hasta nuestras intenciones, conviene preguntarse: ¿seguiremos siendo autores de nuestro destino o seremos apenas figurantes de una narrativa escrita en código ajeno? Quizá, como en los viejos relatos homéricos, la verdadera odisea apenas comienza. No se trata de vencer a las máquinas, sino de no dejar de ser humanos en el proceso.

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