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Hijos de la Imagen Rota: Infancias Vulneradas en la Era de la Inteligencia Artificial

  • 30 sept
  • 3 Min. de lectura
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Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


Un rostro infantil convertido en mercancía digital, un cuerpo ausente manipulado hasta la obscenidad, un yo todavía en formación violentado por la mirada de sus pares a través de un algoritmo. Esa es la nueva escena del crimen: pantallas encendidas donde la violencia no requiere armas, sino un par de clics.


La expansión de las aplicaciones de “undress” que producen desnudos sintéticos de niños y adolescentes no es un accidente tecnológico, es la consecuencia lógica de una cultura hipermediática que estetizó la vida cotidiana hasta convertirla en espectáculo y mercancía. En este horizonte, la desnudez —que alguna vez fue símbolo de vulnerabilidad, pureza o rito de paso en las mitologías— se transforma en el arma con la que se hiere la dignidad y se desgarra la infancia.


El cristal roto de la infancia digital

Las juventudes de hoy viven en un ecosistema de hipermediación donde sus identidades se forjan a partir de pantallas, flujos y redes. La selfie, ese autorretrato contemporáneo, dio forma a un yo aspiracional que busca reconocimiento. Pero cuando esa imagen es tomada por otro y violentada mediante deepfakes pornográficos, el espejo deja de ser reflejo y se convierte en prisión.


No hablamos solo de bullying digital: hablamos de la instrumentalización de la vulnerabilidad infantil como espectáculo, de la banalización de la dignidad en nombre del entretenimiento. Como advertía Neil Postman, “nos estamos divirtiendo hasta morir”, pero en este caso, son los niños quienes cargan la cruz de una diversión sádica que trivializa su ser.


El problema no es únicamente jurídico o escolar. Es cultural, ético, espiritual. La “materia digital” que oscila entre lo gaseoso y lo simbólico ha colonizado la intimidad, borrando los límites entre el yo público y el privado. Allí donde la imagen debería ser memoria y testimonio, se convierte en violencia y trauma.


La urgencia de un nuevo pacto

La investigación en cultura digital ha demostrado que cada tecnología amplifica nuestras fragilidades tanto como nuestras potencias. La proliferación de deepfakes que sexualizan a menores no es un simple efecto colateral de la IA, es un espejo oscuro de nuestra incapacidad para alfabetizar éticamente a las nuevas generaciones.


Si la comunicación es, como señala Paul Ricoeur, “el acto de dar sentido al mundo compartido”, entonces la desfiguración digital del cuerpo infantil representa el colapso de ese sentido compartido. Ya no narramos al niño como promesa, sino como objeto maleable para el consumo inmediato.


Necesitamos, por tanto, un pacto intergeneracional que no se limite a la vigilancia tecnológica o a las sanciones legales, sino que asuma la educación en consentimiento, dignidad y límites como el núcleo mismo de la alfabetización digital. Las escuelas deben dejar de ser simples espectadoras desconcertadas y transformarse en comunidades éticas de cuidado; los padres, más que guardianes, deben volverse mediadores de sentido.


La pregunta que se abre es brutal en su sencillez: ¿será la infancia la última frontera que resignaremos al algoritmo, o tendremos el valor de rescatarla del espectáculo y devolverle su condición sagrada? El porvenir depende de si somos capaces de decir —con la fuerza de quienes se saben responsables del otro— que la imagen de un niño no es materia prima para la crueldad, sino la memoria viva de nuestra humanidad compartida.

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