top of page

El nuevo espejismo: del metaverso a la condición gaseosa del ser digital

  • 11 nov
  • 4 Min. de lectura
ree

Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo

Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


La promesa de un segundo mundo

Desde Avatar hasta Animal Crossing, desde Second Life hasta Rock Band o Los Sims, fuimos alfabetizados —sin saberlo— en la ontología de lo virtual. Aquellos juegos fueron los primeros catecismos del metaverso: nos enseñaron a crear cuerpos digitales, administrar economías simbólicas y simular vínculos emocionales. Su aparente inocencia lúdica incubó el hábito de coexistir entre planos, de extender la conciencia hacia una materia que, aunque intangible, se comporta con la densidad de lo real.


La era de la simulación no nació con Meta, ni con Roblox ni con Microsoft Mesh. Surgió en la progresiva sustitución de la corporeidad por la representación, en esa nostalgia de presencia que las pantallas jamás colmaron. Como señaló Jean Baudrillard, “la simulación amenaza la diferencia entre lo ‘verdadero’ y lo ‘falso’”. Lo que ayer era una práctica lúdica hoy se convierte en un programa civilizatorio: la creación de un segundo mundo donde las sombras ya no buscan su luz, sino su actualización.


El metaverso se anuncia como la nueva frontera del capitalismo perceptual. Las corporaciones tecnológicas —Meta, Google, EA, Microsoft— preparan su desembarco en territorios donde lo simbólico será el nuevo mineral. La carrera no será por el oro, sino por la atención y la permanencia. La plusvalía se calculará en horas de inmersión, en miradas retenidas, en datos transpirados por los cuerpos que se creen libres dentro de su avatar.


Cuerpos evaporados, signos densos

Lo digital es una condición termodinámica del ser: se expande, presiona, llena todos los espacios posibles y, en su expansión, transforma el aire mismo en significado. La vida conectada es un flujo constante de bits que buscan recipiente. Y cada pantalla, cada interfaz, es una botella donde el sujeto exhala su presencia.


El metaverso es la condensación de esa materia gaseosa. Intenta solidificar lo que era vapor de datos, otorgar cuerpo a la niebla digital. Sin embargo, esa ilusión de tangibilidad corre el riesgo de ser apenas una escenografía: una textura de píxeles sobre un vacío ontológico. McLuhan lo anticipó al hablar de los medios como extensiones del cuerpo: “El hombre se traduce a sí mismo en las extensiones de sus órganos y de sus sentidos”. El metaverso es la radicalización de ese traslado: el cuerpo evaporado se derrama en el código, mientras el yo queda suspendido en una nube de simulacros.


Si lo digital fue el aire, el metaverso pretende ser la atmósfera: el hábitat mismo donde respiramos nuestra representación. Pero esa respiración está mediada por intereses corporativos, por arquitecturas de diseño que determinan cómo amamos, comerciamos, trabajamos o soñamos en la virtualidad. La nueva topografía del alma será programable.

Metapobrezas y metariquezas

La promesa democratizadora de las plataformas vuelve a disfrazarse. La posibilidad de interoperar entre mundos —de trasladar nuestros capitales simbólicos, avatares o propiedades— se enfrenta a la jerarquización invisible de los algoritmos. Así como las ciudades se dividieron en zonas exclusivas y periferias marginales, los metaversos también reproducirán una geografía de privilegio.


Habrá quienes vivan en metaciudades resplandecientes, con texturas hiperrealistas y sonido envolvente, y otros que solo accedan a las zonas pixeladas de la red, donde la lentitud o la baja definición los condenen a la pobreza estética. Se avecina una nueva estratificación: meta-ricos y meta-pobres distribuidos según la fidelidad de sus dispositivos, la velocidad de su conexión o el patrocinio de sus marcas.


Pierre Bourdieu ya advertía que los capitales simbólicos son el fundamento de toda distinción social. En el metaverso, la distinción no será por la tierra, sino por el frame rate; no por la sangre, sino por el ancho de banda. La desigualdad se volverá sensorial.


La estética del vacío

La simulación no resuelve la carencia humana: la amplifica. En la hipermediación, el yo se multiplica en representaciones infinitas, pero su densidad existencial se disuelve. Somos como ecos atrapados en un espejo esférico: resonamos, pero ya no tocamos.


El metaverso, como antes las redes, se levanta sobre la nostalgia de lo táctil. Pretende devolvernos una corporeidad que solo puede simular. Es la respuesta técnica a una necesidad espiritual: el deseo de encarnación. Como señaló Byung-Chul Han, vivimos en la “sociedad de la transparencia”, donde todo debe mostrarse y nada se revela. El avatar es el último intento de dotar de piel al alma digital. Pero al hacerlo, la encierra en una máscara perpetua.


Las nuevas economías de la atención convertirán el ocio en un vector productivo, el entretenimiento en una forma de vigilancia. Lo que parecía emancipador —crear mundos propios— podría ser la forma más refinada de servidumbre voluntaria. La libertad del avatar termina donde empieza el contrato de términos y condiciones.


Ecos del porvenir

En los próximos años, los estudios sobre cultura digital deberán reformular sus paradigmas. Las investigaciones sobre apropiación, consumo y gratificación deberán dialogar con la ética, la economía política y la ecología simbólica. Si cada metaverso es un nuevo ecosistema, necesitamos una ecología de la simulación que piense su impacto en la subjetividad, el trabajo, el deseo y la memoria.


Lo que está en juego no es solo la estética del entorno virtual, sino la configuración del ser humano como nodo. La hipermediatización —esa condición en la que todo es mensaje, todo es interfaz, todo es flujo— redefine lo que entendemos por realidad. Como escribió Edgar Morin, “el ser humano es un ser de error y de sueño, un ser que se inventa a sí mismo”. El metaverso será el laboratorio donde esa invención se vuelva infinita, pero también donde el error se sistematice como norma.


El brillo de la caverna eléctrica

Tal vez hemos llegado al momento en que Platón y McLuhan se estrechan la mano: la caverna y el circuito se funden. Las sombras ahora emiten luz propia, y el esclavo que contempla las proyecciones cree ser su propio demiurgo. En esta nueva caverna eléctrica, los prisioneros no quieren salir; quieren actualizar su firmware.


El desafío, entonces, no es técnico, sino espiritual: ¿cómo mantener la conciencia del límite en un mundo que nos promete abolirlo todo?

La electricidad ya ilumina las sombras de la caverna digital. Que al menos, antes de que corten la luz, sepamos mirar de frente el resplandor que nos convierte en reflejo.

Comentarios


bottom of page