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El hogar mediatizado: la telepaternidad y la infancia bajo vigilancia

  • hace 1 día
  • 4 Min. de lectura
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Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo

Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


Los algoritmos del afecto

Empieza el fin de semana y se fortifica la telepaternidad: ese modo digital de acompañar, vigilar y educar a distancia que se ha vuelto la extensión del hogar contemporáneo. La vida familiar se articula ya desde un conjunto de pantallas que median las emociones, los cuidados y los miedos. Control, vigilancia, seguimiento, observación, geolocalización, rastreo… los medios se han incrustado en el corazón de la vida. En este siglo, los afectos son datos; las rutinas, mapas de calor; la infancia, una narrativa de metadatos.

El fenómeno es silencioso y cotidiano. Padres que monitorean los pasos de sus hijos a través de relojes inteligentes, cámaras que filman la cuna, plataformas que notifican el rendimiento escolar, asistentes virtuales que registran el tono de voz. Una generación ha crecido acompañada por dispositivos que la vigilan desde la cuna, y hoy nos sorprende descubrir que los medios han invadido la intimidad. Lo cierto es que nunca salieron de ella: solo cambiaron de textura, de materialidad, de frecuencia simbólica.


El sociólogo Zygmunt Bauman advertía que la modernidad líquida disolvió las certezas sólidas del pasado, pero lo digital ha ido más lejos: ha convertido el control en un gesto de amor, la vigilancia en un acto de cuidado. “Amamos observando”, podríamos decir; “educamos monitoreando”.


Ecologías del hogar expandido

El hogar, que alguna vez fue el refugio del fuego y la palabra, se ha convertido en una interfaz. Lo que llamamos vida doméstica es ya un ecosistema de datos interconectados. El teletrabajo, la teleeducación, la teleasistencia y la telepaternidad no son simples modalidades funcionales: son síntomas de una nueva ecología mediática. El hogar, ese espacio ontológico del arraigo, ha mutado en nodo.


Desde las cámaras de videovigilancia hasta los filtros parentales y los asistentes de voz, los medios son ahora los mediadores afectivos entre padres e hijos. La confianza se ha externalizado al dispositivo. En este sentido, la familia posmoderna es un sistema de mediaciones hipertecnificadas. Lo que antes se construía con presencia, hoy se administra con conectividad.


Como escribió Michel Foucault, donde hay poder, hay vigilancia. Pero hoy podríamos invertir la frase: donde hay amor, hay datos. Las redes familiares han sido codificadas; sus emociones cuantificadas; sus rutinas, estandarizadas. Vivimos —como diría McLuhan— en una prolongación eléctrica del sistema nervioso , una red de estímulos en la que cada gesto es traducido en señal y cada ausencia en alerta.


Los hijos del livestream

El fenómeno no se limita al hogar: es parte de una cultura más amplia del livestream, donde la vida se retransmite y el tiempo se convierte en flujo continuo. Los hijos de la telepaternidad son también los hijos del streaming, del registro perpetuo, de la hiperobservación. Cada instante infantil puede ser grabado, etiquetado, compartido. En ellos se materializa lo que Paul Virilio llamaba “la estética de la desaparición”: la vida convertida en señal, en luz que se extingue al ser emitida.


La telepaternidad emerge así como un nuevo contrato entre tecnología y afecto. Un intento de sustituir la presencia por la conexión, el abrazo por el emoji, el consejo por la notificación. El vínculo se mantiene, pero transformado en simulacro. En esta era de hiperconexión, el hogar es simultáneamente un refugio y un panóptico: un lugar donde la vigilancia se reviste de ternura y la distancia se disfraza de proximidad.


La infancia bajo control simbólico

Desde la perspectiva de la Ecología de Medios, esta forma de relación inaugura una ontología diferente de la infancia: una infancia mediada, observada, cuantificada. Si el siglo XX se preocupaba por los contenidos a los que los niños estaban expuestos, el XXI se obsesiona con su trazabilidad. La nueva pregunta no es qué ven los niños, sino quién los ve y con qué fines.


En esta familia aumentada por pantallas, los hijos son a la vez protegidos y vigilados, amados y observados, libres y geolocalizados. Crecen aprendiendo que toda acción deja huella, que toda ausencia es sospechosa, que toda emoción puede medirse. Así se educa la conciencia digital bajo la lógica de la vigilancia amorosa.


La paradoja de la protección

La telepaternidad revela un dilema ético: el mismo deseo de proteger puede derivar en control. Y cuando el control se vuelve norma, el amor se burocratiza. En nombre de la seguridad, hemos trasladado la responsabilidad del vínculo a las interfaces, olvidando que la educación es también una experiencia de incertidumbre y error.


Byung-Chul Han señala que vivimos en “la sociedad de la transparencia”, donde todo debe ser visible, medible, rastreable. Pero la vida —como la infancia— necesita opacidad: espacios para lo no dicho, para el misterio, para el silencio. La pedagogía del algoritmo carece de ese respiro.

La intimidad del hogar, transformada en tablero de control, ha perdido su condición de santuario. La familia conectada se convierte en un sistema retroalimentado de ansiedad y dependencia, donde la calma es sustituida por la alerta permanente.


Entre el fuego y la pantalla

La telepaternidad nos enfrenta, en el fondo, con una pregunta antigua: ¿qué significa cuidar? ¿Cuidar es mirar o acompañar? ¿Registrar o comprender? Los padres contemporáneos encienden pantallas como antes se encendía el fuego: para reunir a los suyos, para sentirse menos solos, para ahuyentar el miedo. Pero el fuego, cuando se olvida su naturaleza, también quema.


El hogar ya no está hecho de ladrillos y memorias, sino de flujos de datos que atraviesan sus muros. Nos queda decidir si esa corriente será vínculo o vigilancia, compañía o control, comunidad o prisión luminosa.


Porque quizá la verdadera paternidad del futuro no será la que todo lo ve, sino la que sabe cuándo mirar y cuándo apagar la pantalla.

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