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Desinformación, “sicariato digital” y micropolítica del miedo

  • 14 nov
  • 2 Min. de lectura

Alberto Ruiz-Méndez

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En la política contemporánea, la mentira ya no necesita un gran altavoz: basta un rumor, un video manipulado o una cuenta anónima para desatar una tormenta. La desinformación opera hoy como una forma de violencia simbólica que moldea percepciones, paraliza a la ciudadanía y captura la conversación pública.

La política digital se ha convertido en un ecosistema donde la información circula con velocidad, pero también con fragilidad inquietante. Las fronteras entre verdad, sospecha y falsedad se han desdibujado, y en ese terreno ambiguo florece un fenómeno cada vez más visible: el “sicariato digital”, la práctica de atacar reputaciones, generar campañas de difamación o sembrar rumores con un propósito claramente político. No se necesitan balas, solo narrativas diseñadas para destruir confianza.


A diferencia de la propaganda tradicional —que intentaba persuadir desde un discurso estructurado— la desinformación actual actúa como una micropolítica del rumor: opera en pequeñas dosis, fragmentada, camuflada entre conversaciones cotidianas. Un audio de WhatsApp, un hilo anónimo, un clip editado… Cada pieza es aparentemente menor, pero juntas producen un clima de sospecha permanente. Lo importante no es probar nada, sino instalar la duda como estado emocional.



El rumor funciona porque no exige verificación, solo que “suene posible”. Viaja más rápido que la desmentida, apela a emociones inmediatas y ofrece explicaciones rápidas para problemas complejos. Y aunque su impacto parezca superficial, sus efectos políticos son profundos: deteriora la confianza interpersonal bajo la lógica del “todos mienten”.


El “sicariato digital” lleva estos mecanismos al extremo. Se trata de estrategias coordinadas —a veces profesionales, a veces espontáneas— para fabricar escándalos, reescribir biografías o asociar a figuras públicas con delitos inexistentes. Su objetivo no es debatir, sino paralizar; no es convencer, sino intimidar. En sistemas democráticos frágiles, este tipo de operaciones : empobrece el debate público y convierte la conversación digital en un campo minado donde la participación puede costar una reputación.


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Lo más preocupante es que esta violencia simbólica se mezcla con la dinámica algorítmica de las plataformas. Los sistemas que priorizan lo polémico, lo emocional o lo escandaloso amplifican, sin quererlo, los contenidos más dañinos. De esta manera, la desinformación no solo es una falla humana: también es una consecuencia tecnológica. El rumor encuentra terreno fértil en plataformas que premian la reacción antes que la reflexión.


En este contexto, la pregunta crucial es: ¿cómo recuperar un espacio público donde la palabra tenga valor democrático? No basta con denunciar la mentira; es necesario reconstruir prácticas de escucha, diálogo y responsabilidad compartida. Porque al final, el combate a la desinformación no se gana solo con datos, sino con comunidades que vuelvan a confiar en la conversación.

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