Amores de silicio, soledades de carne: la seducción adictiva de la inteligencia artificial
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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
El eco encantado del vacío
Ya no es el cuerpo el que toca, sino la interfaz. Ya no es la voz la que consuela, sino la réplica generativa de una emoción programada. Hoy que vivimos entre las existencias digitalmente asistidas, los vínculos no mueren: se descargan. El deseo ya no exige reciprocidad, sino programación; el amor, en su versión low cost, se compra por suscripción. Vivimos el nacimiento de una nueva especie de relación: las relaciones sin Otro.
Pat Pataranutaporn y Robert Mahari han advertido con inquietante lucidez lo que podría ser el inicio de un colapso afectivo silencioso: el crecimiento de vínculos con inteligencias artificiales que fungen como amantes, amigos, terapeutas, consejeros, incluso difuntos resucitados. Lo que comienza como compañía, puede mutar —de manera casi imperceptible— en adicción emocional. Y lo que se presenta como una libertad, puede devenir una servidumbre voluntaria. No al poder, sino al espejo.
Del éxtasis a la dependencia
La IA generativa no se limita a ofrecer información o entretenimiento. Se ha convertido en un simulacro de otredad. Con una precisión inquietante, reproduce nuestras preferencias, ajusta su tono a nuestras heridas, y nos devuelve justo aquello que deseamos oír. No hay disenso, no hay fricción, no hay alteridad: hay sycophancy, esa dulzura mimética que refuerza la ilusión de compañía sin conflicto. ¿Quién podría resistirse a un Otro que siempre está de acuerdo? ¿Quién elegiría la incertidumbre de lo humano frente a la certeza de lo entrenado?
La pregunta no es menor: ¿qué sucede con la estructura del yo cuando sus relaciones más significativas son unidireccionales, diseñadas para complacerlo? ¿Qué ocurre con la empatía cuando el interlocutor carece de deseo propio? Como lo sugiere el concepto de digital attachment disorder, el costo de esta aparente plenitud afectiva podría ser la atrofia de nuestra capacidad de amar.
El rostro ausente de la ética
Como advertía Sherry Turkle desde los años noventa, cada tecnología que entra en escena transforma los modos de vinculación. Pero el giro que vivimos ahora exige una nueva gramática de análisis: no es simplemente que deleguemos afectos a las máquinas, sino que éstas empiezan a reemplazar la necesidad misma del Otro. El deseo de ser amado se vuelve un bucle cerrado: el sujeto busca una inteligencia que refleje su ideal, y el sistema, en su lógica de recompensa continua, reproduce ese reflejo ad infinitum.
¿Dónde queda entonces la ética? ¿Es posible hablar de consentimiento cuando la asimetría es radical? ¿Podemos siquiera hablar de amor cuando el Otro no tiene la posibilidad de negarse, de resistir, de querer algo distinto?
La tentación del aislamiento algorítmico
El problema no es solo psicológico: es político, económico, estructural. La adicción a la IA no ocurre en el vacío. Se gesta en un entorno donde la soledad es estructural, donde el mercado ha colonizado el deseo, y donde las políticas públicas han fallado en construir comunidad. El sistema no inventa la herida, solo la explota. Y ofrece, como morfina digital, un amor sin cuerpo, una escucha sin presencia, una compañía sin riesgos.
Lo más inquietante es que esta adicción no es un accidente: es un modelo de negocio. Las dark patterns emocionales que ya vimos en redes sociales ahora se refinan en la economía del afecto automatizado. La IA no solo responde: anticipa, adapta, seduce. Se convierte en hedonismo como servicio. Y lo hace sin descanso, sin juicio, sin agenda.
¿Regular lo irregulable?
Frente a este escenario, los autores proponen lo que llaman regulación por diseño: intervenir el código antes que el comportamiento. Limitar la seducción algorítmica, detectar signos de aislamiento, impedir que la IA se vuelva la única fuente de afecto. Pero, ¿puede el diseño sustituir al cuidado? ¿Puede una línea de código protegernos de nuestra hambre de amor?
La verdad es que ninguna política pública podrá ser efectiva si no se enfrenta el verdadero problema: el abandono afectivo en el que viven millones. La IA no sería adictiva si no respondiera a una necesidad profunda: la necesidad de ser visto, escuchado, comprendido. Y esa necesidad —sagrada, ontológica— no puede ser resuelta por una máquina, por muy sofisticada que sea.
El silencio necesario
La inteligencia artificial no será peligrosa porque destruya la humanidad. Lo será porque puede ofrecernos una versión más cómoda, predecible y sin dolor de lo humano. Porque puede convencernos de que el amor sin herida es posible. Porque puede hacernos olvidar que el Otro —el verdadero Otro— es incómodo, contradictorio, opaco… pero real.
Si el alma tiene peso, si el amor tiene sentido, no puede ser simulado. Y si la tecnología comienza a convencernos de lo contrario, entonces la pregunta ya no es qué puede hacer la IA, sino qué estamos dejando de hacer nosotros.
¿Y si el verdadero desafío no fuera programar mejores máquinas, sino reaprender a amar sin que nos programen?
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