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¿Y si Beethoven hoy fuera un algoritmo? IA, música y la disolución del genio humano

  • 17 abr
  • 3 Min. de lectura

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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo , Human and Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


El nuevo concierto: clic, texto, sonido

En 1956, cuando se fundó el campo de la inteligencia artificial, la creatividad figuraba como el desafío más etéreo y complejo. Setenta años después, no solo hay modelos que pueden escribir poemas o generar imágenes surrealistas, sino también componer canciones completas que podrían sonar perfectamente en la pista de baile o como fondo emocional en una película de Netflix. No nacen en una mente, sino en una máquina entrenada con millones de fragmentos musicales. No sienten, pero suenan.


El auge de generadores como Udio y Suno marca una nueva era: la de la música sin músicos. Canciones producidas desde prompts, melodías ensambladas con estadística, voces sin pulmones ni historia. ¿Y si tu balada favorita de mañana es creada por una red neuronal? ¿Seguirá siendo música? ¿Seguirá siendo tuya?


De la inspiración al algoritmo: la música como síntesis estadística

La pregunta que flota, y con razón, no es si las canciones generadas por IA son técnicamente “buenas”, sino si podemos seguir llamando “arte” a aquello que no tiene origen humano. Un modelo de difusión no compone desde la emoción, sino desde la probabilidad. No improvisa, predice. No recuerda un amor, recuerda un patrón.


En términos técnicos, estos modelos crean música como si limpiaran una pintura al revés: comienzan con ruido puro y, paso a paso, revelan un patrón musical según el prompt. Pero en ese proceso, no existe la conciencia de una historia, ni el vértigo de una nota inusual. No hay rebeldía, ni torpeza, ni anomalía creativa. No hay silencio con intención.


Y sin embargo, muchos usuarios ya no parecen distinguir (o importarles) quién lo compuso. Las métricas muestran que, en playlists y estaciones de streaming, la música generada por IA se cuela sin problema entre las obras de artistas humanos. Si suena bien, se queda.


¿Es esto creación o solo réplica? Y si lo es, ¿acaso importa?

La música ha sido siempre un espacio de hibridación. Bach tomó prestado, el jazz improvisó sobre estructuras ajenas, el hip-hop sampleó. Entonces, ¿por qué la IA nos incomoda tanto? Quizá porque, como sugiere Anthony Brandt, la verdadera creatividad humana reside no en lo que suena bien, sino en lo que suena extraño, inesperado, anómalo. Un error sostenido. Un desvío voluntario. Un glitch emocional.


Beethoven insertó una nota disonante en su Octava Sinfonía. Los Beatles usaron cintas al revés. Billie Eilish canta con sonidos de puertas y semáforos. La IA, por ahora, evita esos saltos. Busca lo verosímil, no lo inquietante. Reproduce, no reinventa.


Como bien apunta Stuart Bradford: la IA no entiende que esa nota “fuera de lugar” pueda ser lo que convierte una melodía en un grito existencial. La IA no amplifica la anomalía, la suprime.


El oyente, nuevo juez del genio

Al final, lo que está en juego no es solo la autoría, sino la relación emocional entre el oyente y el creador. ¿Podemos conmovernos con una canción si sabemos que no hay nadie detrás? ¿O necesitamos imaginar que hay un alguien, con historia, errores, ambiciones, que escribió esa melodía para nosotros?


En los experimentos realizados por James O’Donnell, muchas personas se resistieron a aceptar que una canción que disfrutaban fuera hecha por IA. “Espero que no sea una máquina”, dijo una usuaria mientras movía la cabeza al ritmo de un tema pop. Era una máquina. El movimiento no se detuvo. Pero algo, sin embargo, se quebró.


La creación sin creador: ¿un nuevo mito o el fin de la historia del arte?

Quizá la IA no nos obliga a dejar de hacer música, sino a redefinir qué valoramos de ella. Tal vez podamos aceptar que una canción sea eficaz sin ser genial. Que nos acompañe sin desafiarnos. Que nos guste sin dejarnos huella.


O quizás, como con los poemas que lloramos o las pinturas que nos obsesionan, aún necesitemos el misterio de lo humano detrás del gesto. No el resultado, sino el origen. No solo el sonido, sino la herida que lo produjo.

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