Pedagogía del simulacro: cuando la calificación se automatiza y el vínculo se extingue
- hace 5 días
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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo
Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
Hoy, que la educación se ve constantemente interpelada por los algoritmos, emerge una paradoja inquietante: algunos docentes, agobiados por la inercia administrativa, el agotamiento emocional o el desencanto pedagógico, han decidido “responder” a la era de la trampa algorítmica delegando la tarea de calificar a esas mismas inteligencias artificiales que los estudiantes usan para eludir el pensamiento. "Si tú usas IA, yo también. Si tú no escribes, yo no leo", escribió un profesor anónimo en Reddit y seguro será el tema de conversación en la comida del día del maestro. El pacto simbólico se rompió. La mediación desaparece. El aula se convierte en una coreografía de simulacros.
Lo que se diluye en esta lógica de automatización mutua no es solo el contenido de una tarea, sino la posibilidad misma del encuentro educativo. Porque en ese gesto de evaluar sin leer, de responder sin sentir, lo que se transmite no es una calificación, sino un mensaje más profundo y corrosivo: “no importas”. Y más aún: “pronto, ni tú ni yo seremos necesarios”.
Un reciente estudio de la Universidad de Georgia, al evaluar el desempeño del modelo Mixtral para calificar respuestas escritas de estudiantes de secundaria, reveló lo que muchos intuíamos: los resultados fueron desastrosos. Sin rúbrica humana, el modelo apenas acertó en un 33.5% de los casos; con rúbrica, solo mejoró a poco más del 50%. Es decir: un volado.
Pero más grave aún es el tipo de lógica que opera detrás del algoritmo. En lugar de analizar críticamente, los modelos se aferran a atajos estadísticos y simplificaciones conceptuales. Si un estudiante menciona que "aumenta la temperatura", el sistema asume —sin evidencia textual— que comprende el comportamiento de las partículas. El matiz, la inferencia, el error productivo, la vacilación propia del pensamiento en formación... todo eso queda fuera del alcance de la máquina. Lo que no se puede predecir, simplemente se omite.
Y no se trata solo de eficacia técnica. Se trata del vínculo. De la responsabilidad ética que implica leer la voz del otro. De la pedagogía como un acto de cuidado, no de delegación. De ese momento casi ritual en el que un docente se asoma a los pliegues del lenguaje de un estudiante y, en sus vacíos, sus repeticiones, sus torpezas, intuye una subjetividad en tránsito.
Confiar en un modelo que "alucina" hasta en un 79% de los casos, como reveló recientemente The New York Times, no es eficiencia: es renuncia. Es abdicar del rol docente en nombre de una promesa tecnológica que se sostiene más por ideología que por evidencia. Y lo peor: es normalizar en los jóvenes la idea de que ser leído por otro ya no es necesario, que basta con ser procesado.
Algunos dirán que la IA “ahorra tiempo”. ¿Pero de qué sirve ese tiempo si lo que se sacrifica es la dimensión humana del acto educativo? ¿Qué clase de aprendizaje puede emerger de un diálogo entre inteligencias artificiales, sin mediación ni escucha? ¿Qué clase de sociedad estamos cultivando cuando incluso la retroalimentación —ese momento esencial donde el error se convierte en oportunidad— es reemplazada por una puntuación estéril generada por un prompt?
Lo que se erosiona aquí no es solo la educación como sistema, sino la educación como experiencia. Y cuando eso ocurre, quizá la pregunta no es si la IA nos sustituirá, sino si no hemos comenzado ya a sustituirnos a nosotros mismos.
La pedagogía del error.
Porque enseñar no es garantizar respuestas correctas, sino acompañar el viaje —a veces confuso, a veces iluminador— de quien se atreve a pensar con sus propias palabras. En esa travesía, el error no es una falla: es territorio fértil. Es la grieta por donde germina la comprensión auténtica. Una pedagogía del error no castiga la equivocación, la interpreta; no la corrige de inmediato, la convierte en objeto de reflexión. Cuando delegamos la lectura del error a una máquina, lo reducimos a una anomalía estadística, en lugar de considerarlo un acto profundamente humano: el de quien se lanza a articular lo incierto, aunque todavía no sepa cómo nombrarlo. Por eso, más que nunca, necesitamos pedagogías que abracen el error como el lugar desde donde comienza el pensamiento. No para evitarlo, sino para habitarlo.
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