Lenguaje y guerra interior: entre Wittgenstein, Borges y las máquinas sin alma
- 8 jul
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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo
Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
Decir el mundo o habitarlo
Wittgenstein, al cerrar su Tractatus Logico-Philosophicus, escribe: “De lo que no se puede hablar, mejor es callarse”. No como un acto de cobardía, sino de dignidad filosófica. Hay cosas que el lenguaje no alcanza, zonas del alma que no se dicen, sino que se muestran, y otras que solo se viven. Pero en su segunda filosofía, Wittgenstein avanza un giro radical: no es que el lenguaje refleje el mundo, sino que lo juega. Jugamos el mundo con las palabras, lo interpretamos, lo domesticamos, lo construimos. Cada uso del lenguaje es una acción situada, un gesto, una convención compartida, una intención.
Ahí es donde Wittgenstein se cruza con Borges: ambos saben que el lenguaje no es solo herramienta, sino destino. Y que no todo lo dicho puede ser explicado. “Decir es un modo de mostrar”, parece decir Borges cuando escribe en sus Ficciones que “no hay consuelo más hábil que el pensamiento de que hemos elegido nuestras desgracias”. Decimos, entonces, para comprender por qué elegimos lo que elegimos, por qué callamos lo que callamos, por qué huimos de ciertas guerras que, de una u otra manera, nos estaban destinadas.
La vida nula y el lenguaje vivo
Vivimos rodeados de simulaciones: rutinas sin asombro, vínculos sin profundidad, dispositivos que hablan sin alma. La vida nula es esa que transcurre sin la experiencia de sentido, sin la epifanía del otro, sin la confrontación con uno mismo. Una existencia administrada, anestesiada, algorítmica. Y ahí es donde el lenguaje aparece no como medio de comunicación, sino como posibilidad de resurrección. Porque cuando el mundo se vacía de sentido, es el lenguaje el que lo puede volver a llenar. O al menos, es a través de él que podemos resistir su disolución.
Decir “te amo”, “tengo miedo”, “he perdido la fe”, no es solo emitir fonemas: es existir con intención. Es recuperar el derecho a nombrar lo invisible. Y en tiempos de inteligencias artificiales que predicen patrones lingüísticos pero no comprenden la experiencia humana, la distinción entre decir y mostrar se vuelve decisiva.
¿Puede la máquina habitar la guerra interior?
Los sistemas de inteligencia artificial están aprendiendo las formas externas de nuestros juegos de lenguaje: sus sintaxis, sus cadencias, sus combinaciones posibles. Pero no habitan sus reglas internas, no conocen sus rupturas vitales, no sienten las grietas desde donde nacen las palabras verdaderas. Pueden decir “lo siento”, pero no saben qué es perder un hijo o un amigo. Pueden escribir un poema, pero no han estado a punto de morir. Pueden calcular, pero no se quiebran.
No hay máquina que haya vivido la guerra interna que nos atraviesa cuando el sentido se colapsa. Ninguna IA ha temido a la muerte, ni ha dialogado con Dios en una noche sin respuesta, ni ha sido salvada por el lenguaje cuando todo lo demás ha fracasado. Por eso, cuando los humanos decimos, muchas veces lo hacemos para no morir. O para no rendirnos. Porque hay un instante en que el lenguaje no sirve para comunicar, sino para resistir. Es ahí donde la palabra se vuelve cuerpo, temblor, carne que sangra sentido.
El lenguaje como extensión de lo no dicho
Los motivos éticos y antropológicos del lenguaje están precisamente en lo que no se puede automatizar: la intención que brota del deseo, del trauma, del amor, del miedo. Lo que da espesor al lenguaje no es su estructura lógica, sino la historia que lo antecede y lo sobrevive. Por eso el lenguaje no solo dice lo que dice: dice desde dónde lo decimos, por qué, a quién, con qué heridas o esperanzas lo sostenemos.
Y así, cuando alguien pronuncia: “Tengo que encontrarle sentido a mi vida”, no está jugando con signos, está definiendo si quiere seguir existiendo o no. Esa frase no podría ser dicha por una IA con legitimidad, porque no hay experiencia de abismo detrás de sus algoritmos. Solo correlaciones de palabras, sin cuerpo, sin guerra, sin sangre.
El lenguaje y la muerte: la batalla más antigua
Toda verdadera conversación con el lenguaje es también una conversación con la muerte. Porque cuando decimos “yo”, también decimos: soy finito, soy contingente, soy responsable. El lenguaje nos permite aproximarnos a ese umbral sin mentirnos. Nos permite preguntarnos —como lo hizo Tolstói en La muerte de Iván Ilich—: ¿he vivido verdaderamente?
Y cuando lo decimos, lo decimos temblando, porque sabemos que la respuesta puede herirnos. Las máquinas no tiemblan. No dudan. No piden perdón. No lloran ante el silencio del Otro. Y por eso, aunque nos imiten con brillantez formal, no pueden habitar el espacio ético y existencial del lenguaje humano.
La guerra que nos salva
Cada uno, en algún momento, ha vivido una guerra que lo ha salvado. Esa guerra no siempre fue visible. A veces fue el silencio que duró semanas. La depresión que nadie notó. El duelo que nadie pudo compartir. Pero en medio de todo eso, hubo una palabra, un gesto, una frase —quizá una sola metáfora— que nos sostuvo. Y por eso, la palabra no es comunicación: es salvación.
Cuando decimos “vida”, no decimos biología. Decimos aquello que todavía merece ser nombrado con pasión. Cuando decimos “esperanza”, no decimos optimismo. Decimos la posibilidad de no rendirnos aún. Y cuando decimos “Dios”, no decimos certeza. Decimos el lugar hacia donde lanzamos el grito cuando no hay nadie más que lo escuche.
La última pregunta
Entonces, ¿por qué hay personas que huyen de las pruebas de la vida? Porque han olvidado que el lenguaje también es espada y refugio. Porque creen que sentir dolor es fracaso. Porque nadie les enseñó que decir “tengo miedo” también es un acto de valentía. El lenguaje no evita la herida, pero puede evitar el vacío. Puede hacernos compañía cuando el mundo ya no responde.
Por eso, habitar el lenguaje es una forma de dignidad. Y decir lo que sentimos, incluso cuando es contradictorio o confuso, es una forma de afirmación existencial. Frente a los simulacros, frente a la IA que habla sin haber amado, frente a los algoritmos que predicen sin comprender, nosotros aún podemos decir con el cuerpo, con el alma, con la historia.
Y así, entre Wittgenstein y Borges, entre el juego y el abismo, entre el silencio y la palabra, quizás podamos sostenernos en medio de esta guerra que nos salva: la batalla diaria de decir algo que aún valga la pena decir, como yo con ustedes: amigos.




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