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Las máquinas no sueñan, pero aprendieron a contarnos sus sueños

  • 1 may
  • 4 Min. de lectura

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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


Entre el pincel y la mano que lo sostiene: ¿quién narra cuando la herramienta quiere hablar?

En el corazón de esta era generativa —donde los algoritmos escriben, pintan, componen y conversan—, se está gestando una pregunta que no es técnica, sino profundamente humana: ¿qué ocurre con nuestra creatividad cuando dejamos que las máquinas ocupen el escenario narrativo?


Tres libros recientes —Searches de Vauhini Vara, The Uncanny Muse de David Hajdu y The Mind Electric de Pria Anand— abordan esa intersección delicada entre el pensamiento humano, la tecnología y la imaginación, no desde la promesa de lo artificial, sino desde la inquietud de lo esencial: ¿nos estamos escuchando menos mientras escuchamos más a las máquinas?


IA como musa, espejo o máscara

Vara, incapaz de escribir sobre la muerte de su hermana durante veinte años, recurrió a GPT-3. El resultado fue tan conmovedor como inquietante: una máquina ofreciendo líneas que parecían mejor escritas que las propias. Pero lo que parecía un bálsamo narrativo resultó ser —en palabras de la autora— una forma de deseo, no de duelo, una proyección emocional más que una elaboración íntima. La IA le devolvió no la verdad de su historia, sino su versión más perfectamente narrada.


En un gesto autorreflexivo, Vara se pregunta si su ensayo "Ghosts" no se convirtió —involuntariamente— en publicidad emocional para las capacidades poéticas de la IA. ¿Podría su obra, en vez de cuestionar la inteligencia artificial, haber contribuido a embellecerla y suavizar sus límites éticos?


Lo que subyace es más hondo: la IA no genera belleza de la nada. Sus versos sobre el dolor, la pérdida o la ternura provienen de millones de humanos reales que escribieron antes que ella. El arte artificial no es posthumano: es una colmena de fantasmas humanos procesados en código.


De los engranajes del alma a los circuitos del símbolo

Hajdu retoma la historia cultural y tecnológica de la creación, recordándonos que siempre hemos temido —y luego adoptado— lo mecánico en el arte: los sintetizadores, los micrófonos, los reproductores automáticos. Pero ahora la amenaza no es el sonido amplificado, sino la voz sustituida. Si una IA pinta, compone o escribe como si pensara, ¿por qué nos resulta tan urgente asumir que tiene algo “propio” que decir?

El inquietante experimento de Simon Colton con The Painting Fool, un programa que pretende expresar su “visión del mundo” como máquina, lleva esa lógica al extremo. Hajdu se pregunta con claridad: ¿por qué nos interesa cómo ve el mundo un pincel? ¿Por qué nos urge tanto suplantar la experiencia humana por una simulación convincente de lo mismo?


El cerebro humano no es código: es delirio, es misterio, es ruido

En The Mind Electric, Pria Anand desmonta la metáfora simplista de la mente como computadora. Sus viñetas neurológicas —pacientes que inventan historias para llenar vacíos de memoria, que escuchan voces que nadie más oye, que ven con ojos ciegos— nos recuerdan que la conciencia no es una secuencia de datos: es un relato construido con el barro de lo inexplicable.


La mente humana, como sugiere Anand, es un sistema narrativo antes que un procesador lógico, y nuestras metáforas técnicas corren el riesgo de silenciar el asombro. Cuando una IA genera un texto hermoso, nos deslumbra. Pero cuando un ser humano trastabilla, duda, imagina lo imposible, algo mucho más raro y valioso ocurre: el nacimiento de un significado que no puede ser anticipado ni replicado.


Escuchar voces reales en un mundo de ecos sintéticos

Vara concluye su libro con un experimento inverso: ya no consulta a ChatGPT, sino a mujeres reales a través de una encuesta. Las respuestas —fragmentadas, contradictorias, crudas, bellas— nos devuelven lo que la máquina no puede generar: el conflicto, la ironía, la risa, el dolor sin consuelo, la respuesta imperfecta.


Porque en la orquesta humana, no hay armonía sin disonancia.

¿Por qué le dimos la voz a la herramienta? ¿Y por qué seguimos haciéndolo?


Las máquinas no son el problema. Son una oportunidad. Lo preocupante es el deseo de dejar que hablen por nosotros, como si el cansancio o la ansiedad de crear bastaran para ceder el relato de nuestra experiencia. En ese gesto de delegar —a la IA como musa, editor, pintor o terapeuta— hay un riesgo moral: el de dejar de escuchar nuestras propias voces por miedo a que no sean perfectas.


La IA no va a dejar de ayudarnos a crear. Pero quizás debemos dejar de pedirle que nos represente.


Porque como escribió Virginia Woolf —ella también, oyente de fantasmas—, el arte no se trata de precisión, sino de navegación: "Soy un recipiente poroso a la deriva en la sensación." El arte no necesita una máquina perfecta. Necesita alguien que se atreva a contar, incluso cuando no sabe cómo terminar.


Referencias

  • Vara, V. (2025). Searches: Selfhood in the Digital Age. Pantheon.

  • Hajdu, D. (2025). The Uncanny Muse: Music, Art, and Machines from Automata to AI. W.W. Norton & Company.

  • Anand, P. (2025). The Mind Electric: A Neurologist on the Strangeness and Wonder of Our Brains. Washington Square Press.

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