La revolución cognitiva: cerebros en préstamo
- 5 jun
- 3 Min. de lectura

Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo
Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
Si la Revolución Industrial mecanizó el cuerpo, esta nueva revolución—la cognitiva—automatiza la mente. Lo que antes nos hacía humanos por excelencia: escribir, idear, interpretar, decidir, comienza a migrar hacia los algoritmos, con una peligrosa eficacia. No es sólo que las máquinas hagan tareas por nosotros; es que comienzan a pensar como nosotros, o al menos, a convencernos de que lo hacen.
En un mundo donde los estudiantes delegan sus ensayos, los diseñadores sus bocetos y los líderes sus decisiones estratégicas a la IA, emerge una inquietud radical: ¿qué ocurre con el alma del proceso creativo cuando el esfuerzo desaparece?
Entre el artificio y la intuición: creatividad sin fricción
La creatividad auténtica nunca fue eficiente. Es un fenómeno torpe, errático, inestable. Escribir una buena frase requiere errar muchas veces. Decidir con criterio demanda tiempo, introspección y duda. Sin embargo, la cultura de la inmediatez digital confunde velocidad con profundidad, resultado con proceso. Y la IA es, por excelencia, una máquina de fricción cero.
Wolfgang Messner lo advierte con claridad: el problema no es que la IA falle, sino que lo “suficientemente bueno” se convierta en estándar. Es la mediocridad algorítmica la que se infiltra sigilosamente, homogeneizando los lenguajes, aplanando los estilos, repitiendo fórmulas con la precisión del autómata y la tibieza del cliché. Una banalidad que, sin ser catastrófica, puede terminar por erosionar las raíces del pensamiento divergente.
El espejismo del espejo: cuando la IA refleja sin pensar
ChatGPT, Claude, Gemini: no piensan, no sienten, no imaginan. Calculan. Su conocimiento no es vivido, sino recolectado. Y lo hacen a partir de corpus humanos que no comprenden, en idiomas que no dominan y bajo contextos que no viven. ¿El resultado? Una inteligencia mimética, sin cuerpo ni contexto, que recompone fragmentos del pasado para responder con aparente brillantez al presente.
La IA es el espejo roto de nuestra memoria colectiva. Lo que proyecta no es lo nuevo, sino una permutación estadística de lo que ya fue. En ese reflejo distorsionado, muchos usuarios—estudiantes, mercadólogos, consultores—encuentran comodidad. Pero ¿acaso el confort cognitivo no es el mayor enemigo de la invención?
Originalidad domesticada: entre el impulso y el algoritmo
Los estudios recientes citados por The Conversation muestran que, aunque la IA puede elevar la cantidad de ideas generadas, reduce su diversidad. El pensamiento lateral, la inconformidad, el desvío necesario para innovar, son sustituidos por convergencias medias, seguras, previsibles. No se trata de que la IA reprima el genio, sino de que lo vuelve estadísticamente improbable.
Como diría Cornelius Castoriadis, la imaginación radical —aquella que rompe los marcos de lo instituido— no puede ser simulada sin ser domesticada. Y es precisamente esa imaginación la que hoy corre el riesgo de ser externalizada, terciarizada, tercer mundizada por sistemas que nos devuelven soluciones sin que tengamos que formular las preguntas.
Cognición tercerizada: el peligro de la plasticidad mental a la baja
El ensayo de Messner: "AI is sparking a cognitive revolution. Is human creativity at risk?" señala algo inquietante: incluso después de dejar de usar IA, las personas mantienen los sesgos inducidos por ella.
Esto es más que una advertencia tecnológica; es una señal epistemológica. Estamos formando generaciones que no solo piensan con IA, sino que aprenden a pensar como IA: sintéticamente, sin duda, sin desvío.
Este fenómeno podría derivar en un nuevo analfabetismo: no la incapacidad de leer o escribir, sino de imaginar sin ayuda, de hacer sin prompt, de crear sin plantilla. Una especie de atrofia mental, comparable a la pérdida de orientación espacial tras años de dependencia del GPS.
¿Podemos diseñar la revolución sin traicionar el pensamiento?
No estamos condenados. Pero sí urgidos de una pedagogía del criterio. Como ocurrió con la mecanización del siglo XIX, esta nueva revolución requiere nuevas alfabetizaciones. No basta con enseñar a usar IA; hay que formar en la capacidad de decirle “no”. De resistir la respuesta rápida, de buscar la pregunta incómoda.
Porque, como bien recuerda Messner, la IA puede simular ideas, pero no puede encarnar las paradojas, las contradicciones, las ironías que definen la conciencia humana. Puede ayudarnos a redactar, pero no a dudar. Puede sugerir, pero no sufrir. Y en ese hiato entre el código y la carne, se juega nuestra diferencia.
¿Qué tipo de mente queremos cultivar en esta nueva era? ¿Una que se acomode al promedio, o una que se atreva a pensar lo impensado? Porque el futuro no lo inventará la IA. El futuro se construye desde la tensión entre lo que somos y lo que aún no sabemos ser.
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