La economía en estado de código: cuando un algoritmo sostiene al imperio
- 11 ago
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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
El dinero tiene memoria, y hoy esa memoria se guarda en chips. No son lingotes, ni bonos, ni petróleo; es infraestructura invisible, granjas de datos, centros de cómputo que laten como nuevos corazones industriales.
Estados Unidos respira al ritmo de los ventiladores de sus servidores, y la economía global parece alinearse con la frecuencia de sus procesadores.
Según cifras recientes, el gasto en infraestructura de inteligencia artificial ya supera lo que en su día se invirtió en telecomunicaciones e internet durante la burbuja puntocom. Capital, energía, talento y expectativas se vierten en un ecosistema donde el retorno aún es una promesa, no un hecho. Y, como todo credo económico, vive de la fe de sus inversores.
El espejismo del valor
Nvidia, Microsoft y otras corporaciones del panteón tecnológico han multiplicado su valor de mercado en menos de un año. La lógica es la misma que describía Marx cuando hablaba del “fetichismo de la mercancía”: no se valora solo lo que produce, sino la expectativa de lo que podría producir. Hoy, ese fetiche es un modelo de lenguaje, un chip de alto rendimiento, un algoritmo que promete “disrupción” en cada sector.
Pero detrás del entusiasmo bursátil se oculta una paradoja: las aplicaciones más visibles —chatbots, asistentes, generadores de imágenes— son costosas de operar y todavía difíciles de monetizar a gran escala. El “milagro” financiero se sostiene en vender capacidad de cómputo a otras empresas que, a su vez, deben encontrar cómo rentabilizarla. Una pirámide tecnológica donde cada piso espera que el de arriba encuentre la fórmula mágica.
Demasiado grande para quebrar… o demasiado frágil para sostenerse
Paul Kedrosky sugiere que el gasto privado en IA podría estar funcionando como un estímulo económico encubierto, amortiguando incluso los efectos de políticas arancelarias. Si es así, el riesgo de un colapso no sería solo empresarial, sino sistémico: un desplome que, como un apagón eléctrico, podría paralizar buena parte de la economía.
El escenario recuerda a la reflexión de Ulrich Beck sobre la “sociedad del riesgo”: cuanto más complejas y globales son nuestras redes, más vulnerables se vuelven a un fallo centralizado. Aquí, el núcleo no es un banco o un oleoducto, sino un racimo de servidores y contratos de capital de riesgo.
El mercado ha hecho de la inteligencia artificial un tótem contemporáneo: se le ofrecen miles de millones, se le asigna un rol mesiánico, se confía en que resolverá productividad, competitividad y prestigio geopolítico. Pero, como todo tótem, vive mientras se le adore.
La pregunta que queda flotando es si el día que el humo se disipe —cuando los retornos no alcancen las promesas— la economía mundial despertará de un sueño de silicio… o se descubrirá atrapada en él. Porque, tal vez, el verdadero riesgo no sea que la burbuja de la IA estalle, sino que aprendamos a vivir dentro de ella sin preguntarnos si seguimos generando valor o solo procesando fe.




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