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Estoy aburrido, ¿al mundo le falta profundidad?

  • 15 oct
  • 5 Min. de lectura
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Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo

Human & Nonhuman Communication Lab · Universidad Anáhuac México


El ruido y la pérdida del silencio

Vivimos rodeados de ruido. No el de los motores ni el de las calles, sino el ruido existencial: el del exceso de información, el de la prisa, el de la ansiedad por tener siempre algo que decir, aunque no haya nada que pensar. Habitamos un mundo que confunde movimiento con sentido, productividad con sabiduría, y conexión con comunión.


La era digital ha abolido la demora. Nos hemos vuelto incapaces de detenernos, de escuchar, de contemplar. El tiempo se ha vuelto plano, sin pausas, sin profundidad. El silencio, esa materia prima del alma, ha sido desplazado por un murmullo constante de estímulos que ya no comunican nada.


Mozart y Salieri: la tensión entre el don y la técnica

En la célebre película de Milos Forman, Amadeus, Mozart y Salieri representan dos modos de estar en el mundo. Mozart encarna el don: la profundidad espontánea, el arte que brota de un misterio que ni él mismo comprende. Salieri, en cambio, simboliza la corrección sin gracia, el dominio técnico sin chispa divina, el orden sin fuego.


Salieri no es el villano: es el espejo del hombre contemporáneo, aquel que anhela la grandeza pero teme el abismo. Es la figura del mérito sin inspiración, del cálculo sin fe. Y en su drama interior se condensa la tragedia de nuestra época: una civilización que ha perdido la dimensión del misterio y que ha reemplazado la trascendencia por el algoritmo.


Hoy abundan los “salieris digitales”: expertos en métricas, programadores de precisión, arquitectos del dato. Pero en el fondo, todos parecen buscar lo mismo que Salieri: un sentido que justifique el esfuerzo, una mirada divina que legitime el talento. Sin esa dimensión trascendente, incluso la perfección técnica se vuelve hueca.


La cultura de la superficie

Nicholas Carr lo expresó sin rodeos: Internet nos hace superficiales. No porque sea malo en sí mismo, sino porque nos acostumbra a no cavar. Nos empuja a sobrevolar los temas, a leer sin comprender, a reaccionar sin pensar. La cultura del clic nos ha vuelto habitantes de la superficie. Todo está al alcance de la mano, pero nada nos toca el alma.


Y cuando la vida se reduce a rendimiento, la existencia pierde hondura. El pensamiento se convierte en contenido, la experiencia en dato, la memoria en archivo. Lo profundo se ha vuelto improductivo, y por eso lo hemos desterrado.


La inteligencia artificial y el espejismo de la sabiduría

La inteligencia artificial es el espejo de nuestra época: un prodigio técnico sin alma, una maquinaria brillante que replica sin comprender. Pero la pregunta no es si la IA puede pensar, sino si nosotros todavía sabemos qué significa pensar.


Si usamos la IA solo para producir más y más rápido, nos convertiremos en esclavos de la eficiencia. Pero si la convertimos en una mediación para la reflexión —una herramienta que nos devuelva el asombro—, entonces la tecnología podría ayudarnos a reconectar con la profundidad que hemos perdido.


El riesgo no es que la IA nos reemplace, sino que nos imite tan bien que nos convenza de dejar de ser humanos. Solo una inteligencia humana profunda, abierta al misterio, podrá dialogar con la artificial sin disolverse en ella.


La educación como espacio de profundidad

Educar en la era de los algoritmos no puede significar solo adiestrar competencias. Educar es formar conciencia. Es enseñar a preguntar sin miedo, a habitar la incertidumbre, a descubrir que la verdad no siempre se encuentra, a veces se contempla. La escuela del futuro debería ser una escuela del asombro: un espacio para contemplar, escuchar, reflexionar, dialogar, imaginar, cocrear y reconciliar.


Porque el futuro no se programa: se diseña desde el alma. Y en ese sentido, la alfabetización que necesitamos no es tecnológica, sino espiritual: aprender a mirar, a demorarse, a pensar en profundidad antes de decidir, antes de crear, antes de hablar.


El aburrimiento como signo del alma que busca

El aburrimiento, lejos de ser una falla del sistema, es el síntoma de un alma que anhela profundidad. Kierkegaard decía que el aburrimiento es la raíz de todo mal, pero también el preludio de toda creación.


Aburrirse es tener el valor de no escapar. Es permanecer en el vacío hasta que surja algo verdadero. Tal vez por eso nos aburrimos tanto: porque el alma humana, harta de pantallas, añora el silencio donde alguna vez escuchó la voz de lo eterno.


El perdón de Salieri

Salieri, en el clímax de su tragedia, maldice a Dios y luego se rinde ante Él. Comprende, demasiado tarde, que su mayor error no fue no ser Mozart, sino querer entender el misterio con las herramientas de la razón.


Y allí radica su profundidad final: en la aceptación del límite. En reconocer que hay una música que no puede componerse con las manos, sino con el alma.


Salieri, el hombre que pidió a Dios el don del genio y recibió en cambio el don de la conciencia, termina su vida comprendiendo que solo con Dios se puede. Su fe herida, su resentimiento transformado en rendición, nos recuerdan que incluso en el fracaso hay revelación.


Esa es la lección última de la profundidad: no se trata de saber más, sino de comprender lo que no puede saberse.


En ese espacio de rendición, donde la técnica calla y el alma escucha, vuelve a nacer lo humano.


Quizá entonces, como Salieri, como Mozart, podamos volver a agradecer —aunque duela— la misteriosa armonía que atraviesa el mundo, y que solo los oídos profundos pueden oír.


La audiencia: el desafío de escuchar en un mundo sin profundidad

Pero la metáfora no estaría completa sin hablar de la audiencia, esa figura invisible que da sentido a toda obra. En un mundo faltó de profundidad, la audiencia se ha transformado en espectador disperso, en consumidor de estímulos. Ya no escucha, solo desliza. Ya no contempla, solo escanea. Aquella "audiencia" de Mozart y Salieri, que sabía apreciar esa profundidad, también parece haberse diluido un poco en la actualidad.


La audiencia contemporánea está rodeada de mensajes, pero carece de silencio interior para recibirlos. Vive saturada de voces, pero privada de eco. Y ese es su mayor desafío: aprender de nuevo a escuchar.

Porque escuchar no es oír: es dejarse afectar, permitir que algo nos transforme.


Una sociedad que no sabe escuchar se condena a la repetición. Una audiencia que no busca profundidad se vuelve cómplice de la superficialidad que critica.


El nuevo pacto cultural no se juega solo en los creadores, sino en los receptores. Necesitamos una audiencia que no consuma, sino que dialogue, que no exija entretenimiento, sino sentido. Una audiencia que, frente a cada nota, cada palabra, cada imagen, sea capaz de preguntar: ¿qué me dice esto de mí mismo? ¿de los otros? ¿del mundo que estamos construyendo?


Solo una audiencia profunda puede salvar al arte, a la educación y a la comunicación del vacío que los amenaza. Solo una audiencia que escucha podrá devolverle al mundo su armonía perdida.


Y quizá ahí, en el silencio atento del que escucha, en la mirada que no se distrae, en el alma que se deja conmover, vuelva a surgir la música que aún nos falta.

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