top of page

El temblor ante el silencio: la generación aburrida

  • hace 2 días
  • 8 Min. de lectura
ree

Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo

Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación,

Universidad Anáhuac México


Una meditación crítica sobre el aburrimiento, el miedo al compromiso y la pérdida del sentido en la era digital


“La angustia es el vértigo de la libertad.”

— Søren Kierkegaard


El aburrimiento —esa experiencia que alguna vez fue antesala del asombro, matriz de la creatividad o ventana a la contemplación— ha sido reducido a una patología, a un defecto que debe ser rápidamente anestesiado con scrolls, notificaciones, ruido, simulacros de comunidad y dopaminas inmediatas.


Pascal ya advertía que "la infelicidad del ser humano se debe a una sola cosa: no saber quedarse quieto en una habitación". En tiempos contemporáneos, esta quietud no solo es imposible, sino también intolerable. El aburrimiento actual ya no es apertura a la trascendencia, sino vértigo frente al vacío; no es umbral del deseo, sino síntoma de desconexión radical. La pantalla se vuelve refugio y cárcel, escudo contra el tedio y generador de un tedio aún más profundo.


El aburrimiento ya no es solo falta de entretenimiento, sino signo de un malestar ontológico: no saber qué hacer con uno mismo cuando todo lo externo se apaga. ¿Cómo vivir cuando se callan los algoritmos, los videos, las notificaciones? ¿Cómo sostener el peso del yo sin la muleta digital?

Una generación que tiembla ante el silencio


Vivimos en un tiempo paradójico. Nunca antes habíamos tenido acceso a tantas herramientas para expresarnos, nunca habíamos dispuesto de tantos canales para vincularnos, ni de tantos dispositivos para llenar el tiempo. Y sin embargo, pocas veces en la historia habíamos presenciado generaciones tan aburridas, tan desgarradas interiormente, tan frágiles ante el silencio y tan incapaces de entregarse a algo más allá de sí mismas. Lo que se vive no es un aburrimiento simple, ligado al ocio o al descanso, sino un aburrimiento ontológico, una señal profunda de vacío existencial.


Las generaciones contemporáneas, especialmente las nacidas y formadas en la hiperconectividad digital, viven inmersas en un ruido constante: visual, auditivo, informacional y emocional. Las pantallas les rodean desde el amanecer hasta el insomnio nocturno; sus pensamientos rebotan entre notificaciones, estímulos fugaces y un vértigo de posibilidades que, lejos de ofrecer sentido, produce fatiga.

Estas generaciones no conocen el silencio, y cuando se encuentran con él, lo temen. Tiembla el alma ante la ausencia de estímulo porque revela, con brutal claridad, lo que se ha perdido: la capacidad de contemplar, de observar, de escuchar al otro —y a uno mismo— con profundidad.


El aburrimiento como angustia estética

Esta situación encuentra una explicación penetrante en el pensamiento de Søren Kierkegaard, que supo leer como pocos las tensiones existenciales del alma humana. Para Kierkegaard, una vida atrapada en el estadio estético es aquella que se consume en la búsqueda constante de novedades, emociones y experiencias placenteras. Pero esta forma de vida rehúye la elección definitiva, esquiva el compromiso, evita asumir las consecuencias de los actos.


El resultado es un ser humano que vive de lo superficial, incapaz de construir profundidad. Su angustia no proviene de no tener qué hacer, sino de no saber por qué hace lo que hace. Es aquí donde aparece el aburrimiento como angustia estructural, como vértigo de una libertad mal entendida: la de tener infinitas opciones sin elegir ninguna. En lugar de comprometerse con algo que dé sentido, se opta por habitar la posibilidad infinita, que nunca se encarna. Así se produce la gran paradoja del sujeto contemporáneo: tiene acceso a todo y, sin embargo, no tiene nada en lo que haya invertido su alma.


Esta generación no han sido educadas en el silencio, sino entrenadas para temerle. El silencio es un abismo que se abre cuando la máquina se detiene. Y sin embargo, es solo en el silencio donde emerge el otro. El otro real. No el avatar, no el filtro, no el mensaje instantáneo. El rostro que me interpela, que me reclama, que me compromete.


Pero el silencio también nos expone al encuentro con uno mismo. Y ahí, el drama: al no soportarse, se busca evadir. La ansiedad no nace del exceso, sino de la carencia de una interioridad habitada


Del Beduino Digital a los Jardineros del pixel: tres arquetipos de nuestra era

Para ilustrar este drama existencial contemporáneo, propongo tres figuras arquetípicas:


1. El Beduino digital

La generación actual se identifica, en gran medida, con el beduino: un nómada moderno que vaga sin establecerse. Ya no recorre el desierto, sino el feed interminable de las redes sociales, los videos breves de las plataformas, los vínculos fugaces que se descartan con un swipe. Su vida está marcada por la movilidad constante, la falta de raíces, la superficialidad del contacto, la incapacidad de habitar un lugar —o una relación— por más de unos cuantos segundos de atención.

Este beduino digital cree ser libre porque puede moverse sin límites. Pero es una libertad simulada. No comprometerse es también una forma de no existir del todo. Evitar el dolor y la responsabilidad puede parecer una estrategia de supervivencia, pero también priva de crecimiento, de transformación, de identidad. La libertad, sin forma ni dirección, se convierte en prisión.


2. El Pastor algorítmico

En contraste, el pastor representa la figura del cuidado y la responsabilidad. Es quien asume una relación sostenida con el otro. Su trabajo implica vigilancia, paciencia, fidelidad. No busca la emoción, sino la estabilidad. Su libertad no es la del que puede hacer cualquier cosa, sino la del que elige responder por alguien. Su vida tiene sentido porque se ha comprometido con una tarea: cuidar del otro, aun en el cansancio, aun en la noche, aun en la pérdida. Con su vigilancia cooperativa busca domar al algoritmo de la realidad siempre cuidando al otro.


3. El Jardinero del pixel

Finalmente, el jardinero encarna el compromiso con el tiempo largo. No cosecha al instante, sino que trabaja la tierra con esperanza. En silencio, contemplando. Sabe que los frutos no son inmediatos, que hay que sembrar, esperar, podar, volver a intentar. Esta es la vida de quien se entrega a un proyecto vital: una vocación, una relación, una causa. El jardinero simboliza la existencia profunda, la que ha echado raíces, la que ha elegido comprometerse más allá de las emociones del momento.


La ilusión del compromiso y la retórica de la causa

Vivimos en una época de causas sin causas, de activismos performativos, de vínculos líquidos y vínculos virtuales que simulan entrega y profundidad, pero se disuelven ante la primera exigencia real de compromiso. El otro, ese que debería ser prójimo, se vuelve carga, amenaza o decorado.

Se cree que se milita, que se lucha, que se acompaña… pero en realidad se desfoga la angustia a través de gestos que no comprometen el cuerpo, la presencia, el tiempo sostenido. Una firma digital, un video viral, una historia compartida sustituyen al encuentro real, donde el dolor no puede silenciarse con mute ni el rostro puede cambiarse con un filtro.


El simulacro del vínculo y el miedo al otro

El problema de fondo no es solo el aburrimiento, sino lo que este esconde: el miedo al otro y al encuentro real. La generación contemporánea parece vivir un constante simulacro de comunidad. Se cree que se participa, que se colabora, que se empatiza. Pero todo sucede en una capa superficial de la existencia. Se simulan compromisos que nunca llegan al fondo, se promueven causas que no se entienden, se crean vínculos que se disuelven ante la primera señal de ansiedad.


Cuando el otro se vuelve exigente, incómodo o contradictorio, se le abandona, se le cancela. Cuando la causa requiere entrega, esfuerzo sostenido o sacrificio, se le sustituye por otra más atractiva. La cultura de la inmediatez ha convertido el vínculo en mercancía, y al compromiso en obsolescencia programada.


Y sin embargo, solo el otro real —aquel que duele, que exige, que interpela— puede salvarnos del aburrimiento. No se trata de rodearse de estímulos, sino de aceptar que el sentido solo emerge cuando hay entrega.

Estas generaciones temen al compromiso porque temen al dolor. Temen el fracaso, la contradicción, la intemperie. En el fondo, el miedo al otro es miedo a que el otro me transforme, me exija, me descentre. Se vive entonces una existencia encapsulada, protegida por paredes de vidrio (las pantallas) que permiten mirar pero no tocar, escuchar pero no escuchar(se).


El cuerpo, el deseo, la escucha profunda han sido tercerizados. La relación se convierte en interfaz. Y el vínculo real, aquel que exige cuidado, espera, entrega, es descartado por ineficiente.


Ternura y fidelidad: virtudes perdidas en la cultura eterna, de la nube

En este contexto, hablar de ternura y fidelidad suena casi revolucionario. Estas virtudes no pueden crecer en la lógica del beduino. Requieren tiempo, cuidado, espera, decisión. La fidelidad no es constancia emocional, sino una decisión renovada cada día: yo sigo aquí, aunque ya no me emocione, aunque haya crisis, aunque me cueste. Es el suelo donde se edifica la identidad.


La ternura, por su parte, no es solo dulzura afectiva. Es la forma en que el amor se expresa cuando ha echado raíces. Es paciencia, presencia, tacto. Es mirar al otro no como herramienta ni amenaza, sino como misterio.

Estas virtudes —ternura y fidelidad— solo se cultivan en el tiempo largo. Y por eso la generación que vive del instante no puede acceder a ellas. No porque no las desee, sino porque no ha aprendido a esperar.


Silencio, elección y posibilidad: del vértigo a la esperanza

Volvamos al inicio: el temblor ante el silencio. ¿Por qué se teme tanto el silencio? Porque el silencio revela. Porque en él escuchamos nuestra voz sin adornos. Porque en él aparece la verdad. El silencio desnuda las evasiones, los simulacros, las máscaras. Por eso se evita. Por eso se huye a las pantallas, al ruido, al consumo de experiencias.


Pero Kierkegaard nos recuerda que el ser humano solo se convierte en sí mismo cuando elige. No cuando acumula posibilidades, sino cuando se decide por una. Esa decisión implica riesgo, renuncia, responsabilidad… pero también sentido. El aburrimiento existencial se vence no con entretenimiento, sino con entrega. El alma no necesita más estímulos, sino un suelo donde echar raíces.


Este es un tiempo que exige reaprender a contemplar. A sostener la mirada, el silencio, la espera. A reapropiarse del aburrimiento como posibilidad, como umbral, como espacio fértil. A entender que el otro no es enemigo ni amenaza, sino espejo de nuestra propia humanidad herida.


Este momento histórico nos sitúa, como dice Byung-Chul Han, ante el ocaso del eros, del juego, del misterio. Pero también, quizá, ante la posibilidad de volver a lo esencial. Solo quien se aburre del aburrimiento puede crear. Solo quien calla puede escuchar. Solo quien se entrega puede encontrarse.


Volver a elegir, volver a cuidar, volver a estar

La generación aburrida no es una generación perdida. Es una generación hambrienta de sentido, aunque no lo sepa. Es una generación que ha confundido la libertad con la evasión, el vínculo con la conexión, la experiencia con la existencia. Pero también es una generación capaz de despertar. Capaz de detenerse, de silenciarse, de mirar al otro y elegir cuidarlo.


Ser jardinero del alma en la era del zapping emocional es un acto radical. Es decirle no al ruido, a la fugacidad, al miedo. Es aceptar que la ternura se construye, que la fidelidad nos salva, que el silencio no mata: revela. Y que el aburrimiento, lejos de ser una maldición, es la alarma espiritual que nos llama a elegir una vida más plena, más humana, más comprometida.

La generación del ruido necesita pedagogía del silencio. No un silencio impuesto, sino elegido. Un silencio habitado, fecundo, generativo. Un silencio que abra paso a la conversación, al pensamiento, a la responsabilidad de amar sin garantías, sin filtros, sin simulacros.


Como dijera Simone Weil: “La atención, tomada en su grado más alto, es lo mismo que la oración. Consiste en suspender el pensamiento, en dejarlo disponible, vacío, permeable al objeto.”


Habrá entonces que educar en el vacío, en la pausa, en la contemplación, en el silencio, en el estar sin hacer. Porque ahí, en ese lugar temido, espera la libertad... y la creación.

Comentarios


bottom of page