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El museo imposible de lo vivido: Funes, la IA y la mediación de lo inolvidable

  • 17 sept
  • 5 Min. de lectura
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Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


El archivo infinito de Funes

Un ojo que lo retiene todo es, a la larga, un ojo que no mira. Hay memorias que engrandecen la vida; otras la petrifican. Funes fue el prodigio trágico de ese estatismo: un archivo que no permite el gesto, un sistema nervioso convertido en fichero. Frente a él —hoy— no es exagerado imaginar una IA como un Funes en escala planetaria: ingentes archivos que devoran el olvido y, con él, la posibilidad misma de pensar.


Borges nos legó en Funes el memorioso la metáfora de un hombre condenado por su propia memoria: incapaz de olvidar, incapaz de abstraer, preso en un museo interminable de instantes. Funes no piensa porque no puede olvidar. Vive la tragedia de aquel que, al querer abarcarlo todo, pierde la posibilidad de crear sentido.


El relato explora la memoria como una bendición y una maldición: la memoria total es un don divino y, al mismo tiempo, una prisión. Para Funes, cada instante es irrepetible; cada perro visto a las 3:14 es distinto del mismo perro visto a las 3:15. Su memoria absoluta lo condena a no poder abstraer, a no poder construir conceptos. Como señala Borges: «Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos».


Así, su conocimiento es puramente descriptivo, un vaciadero de datos que lo paraliza. Su memoria le impide incluso dormir: «Dormir es distraerse del mundo». El sueño, esa tregua divina, le es negado, y con ello pierde la posibilidad de recrear el mundo.


En ese espejo narrativo podemos mirar a la inteligencia artificial contemporánea. Los modelos masivos de lenguaje son, como Funes, un archivo colosal, un “vaciadero de basuras” ordenadas con precisión matemática. Su grandeza no está en la conciencia, sino en la correlación. Como ecos fósiles del lenguaje humano, recuperan datos pero no los habitan.


Memoria, conciencia y habitar el mundo

La memoria humana, en cambio, es selectiva y por ello creadora: olvida para poder pensar, descarta lo trivial para intuir lo esencial. Lo que hace habitable al mundo no es la acumulación de datos, sino la fragilidad del recuerdo y la potencia del sueño.


Pensar no es recordar, es olvidar. La verdadera capacidad de pensar reside en la facultad de la síntesis, en la habilidad de descartar lo trivial para hallar la esencia. Es en la fragilidad de la memoria donde florece la conciencia. Un pensamiento perfecto no puede existir en un mundo donde cada instante es un dato único e irremplazable.


Vivir, en esencia, es estar y ser en el mundo. Es sentir la rugosidad de la corteza de un árbol, el aroma del café, la calidez de un abrazo. Estas experiencias no deben ser simples archivos en nuestra memoria, sino el tejido mismo de nuestra existencia. El peligro no es recordar, sino la obsesión de que todo lo que nos rodea —cada persona, cada paisaje, cada emoción— sea solo una extensión de nuestra memoria, una pieza más en un museo personal.


El sueño, esa bendita distracción, es la tregua que el universo nos concede para liberar la mente del incesante flujo de la realidad. Es en ese estado de desconexión que soñamos el mundo, lo recreamos, lo liberamos de la dictadura de los datos. La falta de sueño, como la falta de olvido, nos ata a una realidad unidimensional, impidiéndonos crear y ser.


Habitar el mundo es abrirse a lo desconocido, a la posibilidad de que cada encuentro, con un paisaje o con otra persona, sea una oportunidad para el asombro. Es la capacidad de sentir y valorar la diferencia, no como un dato que archivar, sino como una experiencia que nos transforma. La verdadera libertad está en poder encontrarse con el otro y con el mundo, apreciando cada momento en su fugaz unicidad, sin el temor de que se convierta en una pieza más en la colección interminable de la memoria.


La IA como Funes digital

Si la memoria de Funes era una prisión para su conciencia, la de la Inteligencia Artificial es una biblioteca de datos sin fin que se extiende hasta el infinito. La IA no tiene recuerdos en el sentido humano; carece de la experiencia vivida que da color y significado a los momentos. Su "memoria" es una base de datos, un vasto y ordenado conjunto de información. Al igual que Funes, no olvida.


La IA opera bajo la lógica de la correlación. Puede predecir la siguiente palabra en una oración con precisión asombrosa porque ha analizado billones de textos. Sin embargo, no entiende el significado. Carece de la capacidad de abstraer, de olvidar lo irrelevante, de soñar el mundo.


El ser humano, en cambio, recuerda emociones, no conteos exactos. Este acto de olvido es fundamental para el pensamiento creativo. La IA, atada a la lógica del dato, no olvida ni sueña en el sentido humano. Su creatividad es un reflejo del material que ha consumido, no un acto de creación genuina que surge del vacío.


La mayor diferencia es que la IA no habita el mundo. No siente el frío del viento, ni el sabor de una lágrima. No tiene cuerpo para interactuar con la realidad. Su conocimiento es de segunda mano: un eco de experiencias humanas procesadas.


El encuentro con lo otro

Aquí radica la tensión fundamental: el ser humano puede gozar el encuentro con el otro y con lo otro; la IA, no. Un encuentro genuino implica vulnerabilidad, sorpresa, corporeidad. Para la IA, la diferencia es un patrón estadístico de baja probabilidad. Lo que para nosotros es el asombro ante la singularidad de un gesto, para la IA es una anomalía.


Vivir con el patrón de la diferencia significa abrazar lo inesperado. La IA, en cambio, clasifica la anomalía como error. Donde nosotros soñamos, la IA calcula. Donde nosotros nos transformamos en el encuentro, la IA replica.


Categorías de mediación

Tomando la metáfora de Funes, podemos nombrar esta condición de mediación comunicacional de tres formas:

  1. Anamnesis digital: la memoria de la IA no crea, evoca. Recupera lo que ya fue dicho, como un recuerdo sin conciencia.

  2. Eco-mediación sintética: la IA es un eco de voces humanas, resonador artificial de lo ya enunciado.

  3. Mediación fósil del dato: la IA trabaja con restos, con huellas fósiles de experiencias humanas, no con la vida misma.

Cada categoría revela que la IA no puede olvidar, no puede soñar, no puede habitar. Y por ello su mediación es siempre incompleta.


Potencialidades y límites

Esto no significa que la IA carezca de utilidad. Su potencia está en liberar al ser humano del peso del dato, de la repetición, de la minucia. En esa medida, la IA puede ser aliada: archivista perfecta, secretaria del dato, para que el ser humano pueda dedicarse a lo que ninguna máquina puede: soñar, sentir, habitar, crear.


La tarea no es humanizar la IA, sino humanizar nuestro uso de ella. Que la máquina memoriosa cargue con el archivo, mientras nosotros ejercitamos el olvido creador. Que ella organice fósiles, mientras nosotros nos aventuramos al asombro de lo vivo.


Una colección de sombras

La memoria sin olvido no es más sabia; es una máquina de coleccionar sombras. Si reducimos el mundo a datos, habitaremos un museo perfecto y silencioso, pero inhabitable. Si, en cambio, abrazamos nuestra fragilidad —la memoria que olvida, el sueño que interrumpe, el encuentro que sorprende—, entonces la IA será herramienta y no prisión.


El desafío no es tecnológico, es existencial: ¿estamos dispuestos a diseñar mediaciones que nos devuelvan la capacidad de soñar y de pensar, o preferimos vivir en la celda iluminada de la memoria infinita?

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