El eco de las aulas: un viaje más allá del pupitre
- hace 24 horas
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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México.
Imaginemos por un instante que cada escuela es un microcosmos, un universo simbólico donde la humanidad ha decidido invertir sus anhelos de conocimiento. Estudiar en una escuela no es solo sentarse en un pupitre: es adentrarse en un tejido de relaciones humanas, códigos culturales y narrativas compartidas que van mucho más allá de lo obvio.
En el trasfondo, lo que un estudiante gana al asistir a un centro educativo no se limita a la transmisión de conocimientos formales. Aquí podríamos evocar a McLuhan, pero no desde su frase más conocida, sino desde su comprensión del entorno educativo como un “ambiente total” que moldea nuestra percepción. No es solo lo que se enseña, sino el cómo se teje una experiencia vital y simbólica.
La escuela es un rito de paso moderno, un lugar donde se construye la identidad y se articula el sentido de pertenencia a una colectividad. Desde una perspectiva filosófica, podríamos recordar a Hannah Arendt y su idea del “mundo común” donde la educación es el puente que conecta a los nuevos llegados con el legado de una comunidad. Es un espacio de herencia y de creación conjunta.
Ahora bien, en este tapiz de significados surge la pregunta contemporánea: ¿qué sucede cuando ese viaje se simplifica al reducirlo a la pura interacción con una inteligencia artificial? Recientemente leía un artículo que mencionaba que dos horas de IA podrían sustituir seis horas de aula, esto nos plantea un desafío profundo. ¿Qué se pierde en esa traducción del modelo educativo?
La respuesta, quizás, radica en aquello que no es cuantificable: la humanidad misma de la interacción, la riqueza del diálogo espontáneo, la chispa del desacuerdo, la empatía que se cultiva en el roce cotidiano. Se pierde el “mundo común” del que hablaba Arendt, ese territorio compartido que solo se construye en la presencia y en la mirada del otro.
No se trata de rechazar la tecnología —sería caer en un reduccionismo—, sino de recordar que la educación es, ante todo, un acto profundamente humano. Si bien la IA puede ser una herramienta poderosa, no puede reemplazar la riqueza de la experiencia compartida. Como diría Arendt, la educación es el punto en el que decidimos si amamos suficiente nuestro mundo como para asumir la responsabilidad de él.
Pero hay algo más: la educación no solo modela al individuo, sino que crea comunidad. Es un acto profundamente social, un proceso en el que el conocimiento se convierte en bien común y donde la sociedad misma se estetiza. La experiencia estética no pertenece solo al museo o a la obra de arte, sino que se incrusta en la vida cotidiana; en este sentido, la educación convierte lo rutinario en significativo, y lo común en memorable.
El maestro como mediador de mundos
En este horizonte híbrido —donde conviven el aula física, la plataforma digital y la inteligencia artificial— el docente es más que un transmisor de conocimientos: es un mediador de mundos. Su tarea ya no es solo enseñar contenidos, sino orquestar experiencias de sentido, articular el vínculo entre lo humano y lo no humano, entre la razón analítica y la sensibilidad estética. El profesor del futuro será, al mismo tiempo, arquitecto de comunidad, gestor de vínculos, curador de memorias compartidas y facilitador de encuentros significativos en territorios donde lo análogo y lo digital coexisten.
La pregunta crucial es: ¿hacia dónde se dirige la educación en esta convivencia entre humano e inteligencia artificial? La respuesta no puede ser lineal. En contextos democráticos, podría abrir la posibilidad de democratizar el acceso, multiplicar los horizontes de aprendizaje y fortalecer la resiliencia comunitaria. Pero en sociedades marcadas por la exclusión, el autoritarismo o la inequidad, la misma tecnología puede convertirse en un nuevo muro, en un sofisticado filtro de acceso que perpetúe desigualdades.
Educación como tejido social
La educación, en su dimensión más profunda, es la que contribuye a reconstruir los tejidos sociales fracturados. Allí donde hay violencia, polarización, exclusión o censura, la escuela puede ser el último espacio de encuentro donde la palabra circule libre, donde el rostro del otro se vuelva presencia concreta. Si se entiende como un simple trámite de transmisión de datos, la educación corre el riesgo de volverse irrelevante; si se concibe como experiencia estética, ética y comunitaria, puede ser el germen de una sociedad más justa.
En este sentido, la educación no solo forma individuos competentes; forma sociedades capaces de pensarse y reconstruirse. Lo que está en juego no es la eficiencia de horas de clase reemplazadas por algoritmos, sino la posibilidad de que la escuela sea todavía el lugar donde lo humano no se disuelva en la lógica instrumental de la técnica.
El futuro de la educación dependerá de que podamos responder a una cuestión radical: ¿queremos un mundo donde la inteligencia artificial potencie la creatividad, el sentido comunitario y la dignidad de la vida, o uno donde profundice las brechas, la soledad y la exclusión? La respuesta, aunque aún incierta, empieza a escribirse en cada aula híbrida, en cada docente que se atreve a crear con sus alumnos un espacio de humanidad compartida.
Como recordaba Octavio Paz, en La llama doble: “la modernidad no consiste en romper con el pasado sino en dialogar con él”. Ese diálogo se reinventa hoy en las aulas híbridas, donde el pasado analógico y el presente digital buscan unirse en una misma respiración. Y quizá, como sugería Bachelard, la verdadera pedagogía consista en despertar en el alumno “el derecho de soñar” dentro de lo real. Porque solo allí, donde la educación se convierte en experiencia estética y comunitaria, la vida encuentra una forma de resistir a la fragmentación y de volver a tejer sentido compartido.
¿Estamos preparados para convertir la educación en ese taller de humanidad que no solo instruye, sino que embellece la vida cotidiana y reconstruye la comunidad? Tal vez la pregunta no sea hacia dónde va la escuela, sino hacia dónde queremos caminar como humanidad. Y en esa caminata, la educación seguirá siendo la antorcha, aunque ahora la sostengamos juntos —humanos y no humanos— en la encrucijada de lo que todavía podemos llegar a ser.
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