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De la voz al algoritmo: la mente en tránsito

  • hace 7 horas
  • 3 Min. de lectura

Oralidad, escritura e inteligencia artificial en la construcción del sentido humano

Por Josu Garritz - Director de la Facultad de Comunicación. Universidad Anáhuac México.


JGA. IA
JGA. IA

Al principio fue la voz.

La oralidad fue nuestra primera tecnología, la herramienta con la que la humanidad pudo enfrentarse al mundo inmediato y, al mismo tiempo, preguntarse por el misterio. Con la voz nombramos el fuego y la tormenta, la caza y el clan; con la voz también inventamos los mitos para explicar lo inexplicable, para dar un sentido a la vida y a la muerte.

Walter J. Ong, jesuita, lo explica con gran lucidez en Oralidad y escritura: tecnologías de la palabra: la palabra hablada no se fija, no queda en un objeto material, se desvanece en el aire, y sin embargo es capaz de crear comunidad y sostener la memoria colectiva. Esa fragilidad aparente de lo oral fue, en realidad, nuestra fuerza: permitió que las historias se transmitieran de generación en generación, cargadas de matices, de gestos, de ritmos. Los mitos no fueron mentiras, sino la primera manera de compartir la verdad.

Con la escritura todo cambió. Primero fue un recurso contable, números inscritos en tablillas de arcilla para registrar grano y ganado. Luego vino la representación fonética, es decir, la idea de que un signo podía asociarse no a un objeto concreto, sino a un sonido de la voz. Más tarde apareció el principio de rebus, que consistía en usar dibujos o pictogramas no por lo que representaban visualmente, sino por el sonido que evocaban (por ejemplo, un dibujo de un sol podía emplearse para expresar la sílaba so). Finalmente surgieron los alfabetos, sistemas más abstractos en los que cada signo ya no representaba una palabra o un objeto, sino un fonema, la unidad mínima del lenguaje.

La escritura transformó la voz en signo, y con ello liberó a la memoria de su carga más pesada. A partir de entonces, ya no era necesario que todo lo esencial quedara grabado en la mente: podía quedar fijado en piedra, en papiro, en pergamino.

 Ese descanso de la memoria no nos hizo más pobres, sino más complejos. Ong insiste en que la escritura no es un simple medio para guardar palabras, sino una tecnología que reconfigura la conciencia. Gracias a ella aprendimos a pensar de otra manera: a analizar, a abstraer, a proyectar. La escritura nos permitió construir argumentos, desarrollar ciencias, escribir historia, mirar la realidad desde una distancia que nos dio objetividad. Fue, quizás, el mayor salto en nuestra capacidad de pensamiento.

Y ahora, me pregunto, ¿qué ocurre con la inteligencia artificial? Me parece que estamos ante un umbral similar al que supuso la escritura. Por un lado, percibo el riesgo evidente: si la memoria ya no tiene que esforzarse por recordar, si la mente ya no se ejercita en buscar, ordenar y redactar, puede atrofiarse, volverse perezosa. Entiendo la inquietud de quienes piensan que la IA terminará por debilitarnos. Sócrates, de hecho, ya había temido lo mismo de la escritura: que la memoria se volvería débil por depender de signos externos.

Pero la historia nos enseña otra cosa. La escritura no mató la memoria: la transformó. La imprenta no anuló el manuscrito: multiplicó la palabra. Creo que la inteligencia artificial tampoco destruirá la mente, sino que la obligará a mutar.

Lo que antes consumía horas de esfuerzo —buscar datos, recopilar información, redactar textos interminables— ahora se resuelve en segundos. Ese ahorro de tiempo no tiene por qué significar decadencia. Puede significar, más bien, una liberación. Si ya no gastamos energía en lo mecánico, en lo repetitivo, podremos volcarla en lo creativo, en lo simbólico, en lo que nos hace verdaderamente humanos.

Imagino que la memoria, en lugar de ser depósito, se convertirá en brújula. Que el razonamiento, en lugar de ser una cadena laboriosa, se transformará en diálogo fecundo entre nosotros y con las máquinas. Que la creatividad, en lugar de ser un lujo ocasional, será el núcleo mismo de nuestra mente.

No creo que la inteligencia artificial nos condene a la pasividad. Creo que nos confronta con una exigencia mayor: dejar de ser obreros del conocimiento y atrevernos a ser arquitectos de un nuevo sentido.

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