(Not So) Big Mac: la reducción de costos en detrimento del producto
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Actualizado: hace 1 día

La hamburguesa más icónica del mundo alguna vez fue símbolo de abundancia, sabor y estandarización de calidad. Hoy, sin embargo, la Big Mac ya no es tan “big”. Este fenómeno no es exclusivo de las cadenas de comida rápida: estamos presenciando una tendencia generalizada de precarización del producto, donde las empresas reducen costos en detrimento de la experiencia del consumidor. Lo hacen bajo una aparente “responsabilidad social” que, lejos de proteger al medio ambiente o la salud, encubre un objetivo mucho más claro: maximizar ganancias a costa de todo lo demás.
Se subestima profundamente al cliente. Las marcas aplican el llamado efecto palomitas de cine, una estrategia sutil pero efectiva: el tamaño chico se vuelve mediano, el mediano se presenta como grande y el grande desaparece por completo. Lo preocupante no es sólo que esto ocurra, sino que se hace con la seguridad de que los consumidores no nos daremos cuenta. Esta manipulación semántica del tamaño sucede en múltiples industrias: desde los combos del cine hasta los vasos de café, los paquetes de papas, las entradas VIP en conciertos o los boletos de avión que ya no incluyen ni equipaje.
En México, esta tendencia ha alcanzado niveles extremos. Somos especialistas en importar franquicias exitosas y reducirlas a su mínima expresión. El pan pierde calidad; las carnes son sustituidas por subproductos; los empaques se encogen; los ingredientes originales desaparecen sin que nadie lo mencione. Lo peor es que las marcas lo justifican con frases como “por un planeta más verde”, “eco friendly” o “menor huella de carbono”, mientras nos venden cucharas de madera que se astillan, vasos reciclados que se deshacen y botellas de PET tan delgadas que intentar abrirlas con una mano se vuelve una experiencia de alto riesgo.
En realidad, lo que vemos es una táctica empresarial que disfrazada de ética esconde un doble engaño: nos venden menos y peor, y nos hacen sentir culpables si protestamos. Naomi Klein (2001) ya lo denunciaba: la mercadotecnia contemporánea no vende productos, sino ideas, emociones y narrativas. El contenido se vuelve irrelevante frente al poder de la marca. Roland Barthes (1957) lo explicó con claridad: las marcas funcionan como sistemas simbólicos, mitificando sus propios significados, ocultando su precariedad bajo promesas emotivas o patrióticas. El envase reciclado se vuelve símbolo de virtud, aunque contenga un producto de calidad cuestionable.
Pero cuando ese poder se usa para precarizar lo que consumimos y afectar directamente nuestra salud —por ejemplo, reemplazando azúcar con jarabe de alta fructosa o edulcorantes artificiales—, estamos hablando de una verdadera agresión disfrazada de marketing responsable. Jean Baudrillard (1981) advirtió este fenómeno: vivimos en un mundo donde lo real ha sido reemplazado por simulacros, copias sin original, apariencias sin sustancia. La Big Mac actual es una representación vacía de lo que alguna vez fue, sostenida únicamente por la potencia de su símbolo.
¿Cuánto cuesta producir 200 gramos de maíz palomero y 600 ml de refresco? Tal vez entre 10 y 15 pesos. Sin embargo, ese combo se vende en el cine a 250 o 300 pesos, y sin quejas. Se ha normalizado pagar precios exorbitantes por productos de bajísima calidad. Y cuando aparecen memes denunciando esta realidad, las marcas responden con campañas emocionales o estrategias de lavado verde (greenwashing) que intentan convencernos de que lo hacen por nuestro bien o por el futuro del planeta.
El caso más simbólico es, sin duda, la Big Mac. La primera vez que muchos la probaron, era realmente grande: pan firme, carne jugosa, vegetales frescos y una salsa especial que justificaba su nombre. La última era una caricatura de sí misma: pan aguado, carne delgada y una experiencia insípida que sólo se sostiene por nostalgia. ¿Qué pasó en el camino? La respuesta es clara: se estiró la liga hasta el punto de la simulación.
Este fenómeno tiene antecedentes. En los años 80, una aerolínea internacional eliminó una aceituna de cada ensalada servida en sus vuelos y con eso ahorró miles de dólares. Ese pequeño truco fue replicado en otras industrias, como lo documenta Zygmunt Bauman (2007): los mercados se adaptan a una lógica de recorte sistemático disfrazado de innovación o progreso. Pero en el fondo, solo se trata de quitar, reducir, sustituir… precarizar.
Y lo más alarmante es que en esta reducción sistemática también se ha perdido la salud del consumidor como prioridad. En México, recorrer el pasillo de los jugos en un supermercado muestra otra cara del problema: de más de 100 productos, apenas dos son aptos para niños porque los demás contienen edulcorantes no recomendados. Las etiquetas frontales lo dicen, pero el marketing los presenta como opciones saludables.
Estamos, entonces, ante un doble engaño: se reduce el tamaño y la calidad del producto, y se justifica con discursos emocionales. El resultado es un consumidor confundido, culpable, resignado o en el peor de los casos, enfermo.
Como reflexionaba Syd Field (2005) en su paradigmático modelo para guionistas, toda historia se compone de planteamiento, confrontación y resolución. En esta narrativa empresarial, ya tuvimos el planteamiento (el producto icónico), la confrontación (su reducción encubierta) y ahora vivimos una falsa resolución: la del engaño emocional. Pero el verdadero final aún está por escribirse: tal vez cuando los consumidores decidamos que no queremos más historias mal contadas ni productos que se burlen de nuestra inteligencia, algo comenzará a cambiar.
Porque al final, lo que más se ha encogido no es el tamaño de la Big Mac, sino la dignidad con la que algunas marcas tratan a sus clientes.
Referencias
Barthes, R. (1957). Mythologies. Seuil.
Baudrillard, J. (1981). Simulacres et simulation. Galilée.
Bauman, Z. (2007). Vida de consumo. Fondo de Cultura Económica.
Field, S. (2005). Screenplay: The Foundations of Screenwriting. Delta.
Klein, N. (2001). No Logo: Taking Aim at the Brand Bullies. Picador.
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